sábado, 10 de marzo de 2012

aprendiendo a volar

Me comentaban ayer, los amigos, acerca del asilvestrado asedio a que se ven sometidos, a diario, en sus puestos de trabajo. No es algo que desconozca, sólo que ya casi lo he olvidado, demasiado tiempo desempleado. Pero aún recuerdo el vigilante pasear de aquel que pretende los halagos de los superiores, entre las mesas uniformadas de documentos y tedio de la oficina. Recuerdo la sonrisa embaucadora del que se presta a vender tus progresos como propios. El que no llega, no puede, a la excelencia que la compañía le exige para bien ganarse el salario, y está dispuesto a poner en entredicho tu labor y tu futuro sólo por salir indemne de alguna mínima trifulca empresarial. Es lo que hay: cada uno se dedica simplemente a salvar su propio pellejo. Ya lo dijo cierto cantautor.

Hoy me sorprende, paseando la ciudad, una temperatura inusualmente primaveral, y decido sentarme en una céntrica plaza, al calor de la charla vecinal y el delicioso aflorar de la piel deseosa de bronce de las féminas que deciden aprovechar la grata caricia solar. Es inevitable, en cuanto la falsa primavera redecora las calles las mujeres desvisten sus hombros y escotes con afán de "coger color". Yo lo agradezco.

Hay también un rumor de juego infantil envolviendo la atmósfera. Niños que corretean, saltan, dan volteretas o se apiñan unos encima de otros, en batallas de juguete y escaramuzas de trapo. Juegan los pequeños y restalla en la plaza un fragor de carcajadas, una explosión de alborozo que mutila el presuroso transcurso de mis pensamientos.

Pero infectan, algunos chiquillos, su entretenimiento con el metal oxidado de una precoz perversidad. Es así que corren tras los mínimos grupos de palomas que decoran el empedrado con su tránsito de pluma y cielo. Y no galopan estos niños de forma inocente, no. Corren en pos de las aves con las piernas en avanzada, emborronando el aire con puntapiés que no aciertan, afortunadamente, en el cuerpo breve de los pacíficos pájaros. Pero lo intentan, pretenden extirparle el vuelo, a las palomas, de una certera patada.
Me pregunto por el sentido último de esta cruel persecución, y recuerdo la Plaza de Armas de Arequipa, con su caudal incesante de palomas, y los niños peruanos que se detenían en el centro de la plaza y sonreían al verse rodeado por millares de estos seres alados. No las perseguían, no pretendían darles caza o propinarles golpe alguno, les bastaba con tenerlas cerca y poder estremecerse ante su caricia de plumaje y firmamento. Igual que en Arequipa, en el resto de plazas del Perú. Nunca ví allí rapaces violentos como los que juegan en nuestras plazas. Será que aún se saben niños y nadie les ha enseñado todavía que el humano suele medrar mediante el combate y la destrucción del oponente, del que sabe o hace algo mejor que uno mismo. Volar, por ejemplo.

Va a resultar que, al fin, lo que pretenden los esforzados trabajadores del descrédito, esos "compañeros" de trabajo que esmeran con el paso de las jornadas laborales su acoso y derribo al que ocupa la mesa contigua,  es, no más, aprender a volar. Mientras tanto, impiden a toda costa que cualquier otro inaugure el ansiado ascenso, sea este a los cielos de la ciudad o a los del sobrevalorado éxito social. Tal vez haya que irse a Perú a buscar ocupación. Tal vez estos infames moldes profesionales no sean idénticos en todo el orbe.

1 comentario:

  1. No puedo decir que te comprenda o que comprenda a tu amigo porque en mi trabajo (en mi oficina mejor dicho) no hay malos rollos. Todos tratamos de ayudarnos unos a otros y somos una piña.

    Me ha gustado la foto :-)

    Besos!

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