En algún momento tiene que llegar, me dices, con una canción añeja danzándote los párpados. Suspiros de España, dices, nunca te gustó, pero es hermosa. Yo sólo pienso en la versión que acuchilló Diego El Cigala, y tiemblo, pero no te respondo porque más vale sonreír, ahora, y recordarte que tenemos que repetir cocidito madrileño en Vallecas, como antaño, por ahí quedó escrito, ¿quién lo recuerda? Yo, hijo. Al menos leíste un texto mío. Claro, eras el protagonista. Y ríes deformando la vasija de tu paladar en falsa ouija. ¿Quién viene? No tengas prisa, ya vendrá, llegar sin aviso es de mala educación. Salvo que sea ella, clamas y ríes. Sí, padre, salvo que sea ella, tienes razón, como la tengo yo al confirmarte que si todo llega no todo ha de ser malo. Pues eso, hijo, lo bueno también llegará, ten calma, cierras.
Abro los ojos. Pasamontañas de hiel en los párpados. No más esconderse. Sólo terrorismo del bueno, ya me entiendes. Ya me enciendes. Que la realidad no me interesa, padre, te digo, y que me la sopla Ayuso y me la pelan sus tropelías, tanto como los puentes de Chicago. ¿Dónde está eso? Por ahí, por los states, padre, pero aquí, ahora, esa mujer que incinera con sonrisa el daño es una enfermera y no tiene brazos de alambre ni pies de barro, deja de mirarla como si te estuviese buscando un cuarto oscuro, sólo hace su trabajo.
Qué sentido tiene el poema cuando sólo la carne es poema y no puedes degustarla, me pregunto y no te lo digo. Ya ves, en situaciones como esta y yo pensando en Poesía. Pero es que siempre está, tú no lo entiendes, porque ya lo has vivido y tienes tu Poema y te espera afuera. Así que me ahorro la perorata y te miro y sonrío y te concedo que sí, aunque no tenga certeza, que si todo tiene llegar también habrá de llegar lo bueno. Sí, claro, hijo, esta pieza late con ayuda pero la tuya ahora está en otro lado, pero ten seguro que llegará, porque todo llega. Ahora sí te lo pregunto: ¿qué sentido tiene el poema cuando sólo es carne y no puedes degustarla? Tal vez la esperanza de saber renovarla, a lo Cronenberg, la nueva carne. Eso no me lo dices porque tus pupilas tienden más a Lynch cuando el funcionario de lo sanitario te dice que todo funciona y las autovías del sístole diástole mantienen sus coordenadas. De qué manera, ya lo veremos. Calma. No hay prisa. Calma, no hay prisa, me sonríes.
¿Se me escapa el poema, papá? ¿O lo equivoco y por eso duele? Qué cosas me preguntas, entre apósitos y silbatos de ferroviario anestesiado, ahí tan cerca. A esa sala que no me lleven. Tranquilo, estoy a tu lado.
Estás solo, me recuerda una voz de antaño que no lo es tanto, y lo sé, y se desgarra la garganta El Cigala mientras un legionario danza bajo la lluvia de un extrarradio hecho campos en resistencia y negación, nunca contemplarse incinerados de fusil y agravio. Ay, hijo, el pasodoble, si es que no lo has escuchado bien. Lo sé, padre, lo sé, y tal vez no lo escuche porque le tenga miedo.
¿Recuerdas Vallecas, hijo? ¡Qué cocido! El vino, del Bierzo, como mis antepasados. Ya lo sé, ya me lo has contado, también lo de tus ascensos en el banco sólo para que te condecorase un rufián condecorado de latrocinios y familias vencidas por el fin de mes acurrucándose en el barro. No te llevaré la contraria, ya sabes lo que pienso. De ellos. Del terrorismo. Del terror. Del brazo armado, este, ahora el tuyo, para levantarse de la butaca y acompañarte al box de aquí quedas tú y yo tengo que salir hasta no sé cuándo.
Hasta ahora, padre. Y te regalo mi espalda para que la veas combada y no te resulte extraña, mientras me llega su voz y lo único que sueño es su abrazo y el cobijo urgente de su regazo. Porque la poesía será efímera o no será. Pero es que ella no es efímera, porque ella es la Poesía. ¿Y eso?, preguntas ya casi sonámbulo. Es que ella no me abraza, pero me trae su voz quebrada de versos que me extirpan todos los ocasos. Pero estás solo, me recuerda una voz de ayer mezclado con gorgoritos de alta gradación y desamparo, Campo de la Cebada, allí bailábamos tu madre y yo, resuena tu voz mientras camino hacia la sala de espera como enderezado por un fusil que me conduce a la salida que no quiero, Suspiros de España, y aquel soldado en la película a que ponía voz El Cigala. Y a mí, ahora, padre, el Campo de la Cebada, sólo se me aparece como un descampado de chulos emulando a Lou Reed antes de emprender el camino hacia el lado salvaje de la vida. Ese en que no nos quiero. Aturde el veneno.
Salimos del pabellón de urgencias y fuimos a festejar, pero a mí, todavía, me faltaba su voz, y más aún hoy, que la necesito un grado más que hace dos días, un mundo más que hace dos años, qué cosas. Voces en grafía imbécil de teléfono móvil, ¿cómo estás?, bien, gracias, todos preguntan cómo, nadie pregunta dónde, y quien lo quisiese preguntar se esconde tras lanzar la primera piedra. Aquí mi otra mejilla, esa en que crece más la barba de papá pitufo, ya más escarcha que hombría, para recordarme que no es posible ninguna simetría.
He descongelado dos pechugas de pollo que contenían el recuerdo de una expedición al ártico en que claudicaron fogones locos, anfibios, temblorosos, y ahora no sé qué hacer con ellas, con estas dos pechugas de pollo. Las colgaría frente a tus pechos milagro para enfurecer al dios que se creyó hacedor de seres y sólo parió abortos de ave que nunca desplegaron aviación ni acuario.
Estás solo, me susurra una voz hecha marfil de sonrisa y lo sé, tanto como que hoy te necesitaba más que hace dos días e incluso más que hace dos años, todavía, cansino, me repito. Pero hay necesidades que cubrir y no han de ser siempre las mías. Las dos pechugas me increpan, algo habré de hacer con ellas, Munay tiene hambre y yo poca imaginación y demasiada filosofía. Abro la nevera y comprendo que el jamón, aunque de bellota, se estropea. Y pienso en piernas de gorrino, y me asquea como a musulmán, y pienso en piernas hembra, tan sólo una de ellas, ¿cuál?, la noroeste o la izquierda, qué más da, la sin curar o la que estira la herida, la del dardo contra el techo o la del disparo contra el cielo, esa que abre un boquete a la nube que rumia temperaturas para sajar de envidia al cielo, tal vez a ese otro dios que algunos llaman Zeus.
Y tus dientes, padre, pronunciando el paladar a la infección de saliva seca de que hemos hecho colchón aquí, en la sala de espera del edificio de urgencias. Pero sigue funcionando, afortunadamente, el mecanismo maltrecho de los años. Todo está bien y chocaremos vidrios al salir, pronto, y yo besaré con fruición el primer trago de esta primera cerveza. Mientras, soñaré que comprendes esta insensatez mía de batallar con la palabra, tan muerta pero aún viva, cuando es vehículo torpe en que trasladar de un hemisferio a otro mi latido, de un trópico al opuesto a su acérrimo enemigo.
Y tu mano tan distante como guante: de mercurio, de seda, de piel a veces, siempre de sueño, siempre tu tacto en el mío, hacia los cielos disparado y despierto.
No es la distancia, no es el tiempo. Es la carencia de respiración, como estallido de branquias cuando no me esculpe la piedra frágil de los pulmones tu aliento. Descansa, padre, no temas por mí, sólo es que me desorienta las ideas, como a tus antepasados, el cierzo.