Pocas veces en la
historia del cine una voz en off ha inaugurado una película sentando tan
claramente las bases de la misma y, de paso, de toda una realidad social que,
nos guste o no, deberíamos asimilar. La existencia de la mafia, de los
criminales reunidos bajo el frágil caparazón de las reglas no escritas, de los
vínculos fraternales de clanes que se fraguan en torno a la genética del
origen: La Familia. Lean los periódicos si no me creen. Están aquí, entre
nosotros, aunque no vistan sombrero de ala ancha ni corbata de nudo imposible.
La Familia existe aún
hoy, y no solo en las pantallas de cine. Está instalada en nuestras viviendas
vía televisión, por ejemplo. Encendemos el aparato y asistimos estupefactos a
la máxima eterna de La Familia: unos pocos han de vivir a cuerpo de rey a costa
de una gran masa de fracasados. Es la ley del mercado. Ray Liotta lo dejó claro en aquella frase inicial de Uno de los
nuestros, evidenciando el interés humano por la buena vida a costa de lo
que sea, incluida la ruin falta de escrúpulos, la brusca ausencia de
moralidades más allá de las supersticiones religiosas propias de todo aquel que
desea impactar al resto de los mortales con un aura de intachable presencia
social.
Martin Scorsese
logró, con este tremebundo filme, instalar en nuestro imaginario los códigos
secretos de aquellos que se lucran a costa del sufrimiento ajeno. Y logró que
reconociese, el espectador, su meridiana identificación con los violentos
parámetros del ser humano en su lucha por alcanzar la opulenta estabilidad. Más
de uno encuentra aún, en las trepidantes imágenes de esta fábula salvaje,
patrones que copiar, normas a seguir. Y para explicar el éxito del director,
más que lo que este narra, nos interesa cómo lo hace.
Voces en off (ya lo dije
al inicio) erigiéndose en personajes, superposición de escenas de crimen y delación
a chistes de cabaret sórdido, hibernación de la imagen en el momento cumbre de
la brutalidad para mayor regodeo en la violencia, dilatados y trepidantes travellings
explicativos de los vericuetos del crimen organizado, preponderancia de la
banda sonora como anticipo de los sentimientos...
Más de uno ha tachado a Scorsese de engañoso y fraudulento por el subjetivo tratamiento que impone a sus imágenes, incluidos los miembros de la Academia hollywoodiense. Por contra, algunos pensamos que la manera en que traza sus relatos es la idónea para mejor inmiscuirnos en las vidas de los personajes a quienes desnuda ante la cámara.
Y, por encima de todo, la sabia dirección de actores que, en Uno de los nuestros, alcanza una de las cumbres del cine moderno. Incomparable Robert de Niro en su brutal despliegue de miradas y gestos. Intachable Paul Sorvino en su mágica economía expresiva. Grandioso Joe Pesci erigiéndose en prototipo del bonachón salvaje y sin escrúpulos. Perfecta Lorraine Bracco en su papel de esposa enredada en los sucios negocios de su marido. Inolvidable Ray Liotta llevando al límite la expresión de la desesperación en la que, podemos afirmar, es la mejor interpretación de su carrera.
Película de actores,
pues, que interpretan como miembros de una simpar familia. Pero película,
también, de narración que no deja resquicio respiratorio al espectador,
espídica sucesión de imágenes que nos sumerge en los bajos fondos de la
sociedad del crimen, esos que se suceden a la vista de todos pero que todos
preferimos ignorar.
La historia que nos
narra el filme puede parecer una de tantas de entre las que poblaron las
pantallas de cine en la década de los 80 del pasado siglo. Crónicas de
violentos mafiosos, leyendas de criminales sin escrúpulos. Pero en este caso se
nos deleita con una excelente radiografía de los mecanismos que utilizaban
aquellas familias italoamericanas de malhechores que establecían, en las calles
de Nueva York, su propio orden.
A través de la historia
de un joven que sueña con un futuro de lujo y renombre en que el esfuerzo
físico quede, definitivamente, desterrado, Scorsese nos explica los códigos
secretos de toda familia del hampa, sus motivaciones e inquietudes, sus
violentos modos de actuar. Y lo hace sin permitirnos respiro, sin un ápice de oxígeno
a nuestro alrededor para mejor imbuirnos de la atmósfera que envuelve las leyes
no escritas del crimen organizado. Es por ello que acabamos identificándonos
con todos y cada uno de los matones, invitándoles a entrar en nuestras vidas
como si formasen parte de la familia. Al fin y al cabo eso representan: La
Familia. Y, al fin y al cabo, todos pertenecemos, de una forma u otra, a un
clan sostenido por reglas de obligado cumplimiento, ya sea una confesión
religiosa, un partido político, una identidad nacional o, simplemente, un
conjunto de vínculos de sangre o de emociones agrietadas por el tiempo. La
única diferencia entre nosotros y los personajes de la pantalla es que ellos
tienen claro su afán de pertenencia a La Familia, mientras que el resto nos
amparamos en las máximas de lo políticamente correcto y pretendemos guiarnos
por una moralidad intachable y nuestro deseo de regalar bonhomía y estabilidad
a nuestro alrededor.
Un solo y memorable
ejemplo: la entrañable madre del personaje interpretado por Joe Pesci le
pregunta a este cuándo se buscará una chica. Él le responde “me busco una cada
noche, mamá” con una sinceridad que deja fuera de toda duda el hecho de que
considera su búsqueda urgente de sexo fácil la mejor manera de poder encontrar
a la amantísima esposa apropiada para la extensión de la estirpe.
Recomendable acudir, una
y otra vez, a este glorioso filme para disfrutar de una manera de hacer cine
que, desgraciadamente va quedando desvirtuada por los huecos alardes
tecnológicos de la actualidad, para gozar de una narración que debería figurar
con letras de oro en cualquier tratado medianamente serio sobre el séptimo
arte. Y para comprender y asumir que todos hemos soñado, alguna vez, ser de
La Familia.
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Martin Scorsese, cortesía de la red |
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