lunes, 20 de julio de 2015

perder la cabeza

La noche es una luna fraudulenta disfrazada de certezas. Un jirón de nube acuchilla fantasías de temperatura mientras se desangra el descanso de los insomnes. Unos dedos como garfios despliegan su teatrillo de sombras contra la pantalla ciega en que se estrellan los faros de los coches y los neones de la ciudad. Nosferatu, príncipe de las tinieblas. Vlad El Empalador, navajazo, atropello y elixir de sangre. Las alcantarillas bostezan. Las noticias, a veces, ayudan a mejor enfrentar las noches y sus batallones de penumbra. Yo, esta noche, me entrego al visionado del Nosferatu de F. W. Murnau, y Max Schreck hipnotiza mis pupilas con el inmenso vacío feroz de las suyas. Recuerdo tiempos lejanos, cuando en televisión, en la 2, cultura, ciencia, letras, fulgor y cine, pasaban aquellas viejas cintas que inmortalizaron el celuloide como una de las Bellas Artes. Era entonces, aún adolescente, que devoré a Murnau, no sólo su Nosfertatu, también su Aurora, igual que otras joyas de diferentes autores. Era entonces. Eran diferentes períodos de la historia de un país que bosteza mientras la olvida, y aunque no cualquier tiempo pasado fue mejor... ahí queda.

Hoy a Murnau, me informan los telediarios, le han vuelto a devorar una pandilla de adolescentes. Pero no como devoré yo, de joven, su obra. Es lo que temen los reporteros que nos informan del hecho: puede que haya sido una pandilla de adolescentes obsesionados con ritos satánicos quienes han profanado la tumba del cineasta alemán para arrebatarle su cabeza embalsamada. Sí, el director, como Lenin, tenía el cuerpo embalsamado, dientes aún mascullando improperios y mascando raíces, cabello aún en loco encabalgamiento hacia la nada, imagino. La tumba de Lenin no hay quien la profane. La de Murnau, a la vista de los hechos, no era tarea difícil hacerlo. La historia se repite, aunque en este terruño pródigo en hambre y envidias tendemos a olvidarlo. La historia se repite, decía: es la segunda ocasión en que ocurre un hecho similar. En la anterior no se llevaron la cabeza, así podía seguir imaginando películas el genio germano. Hasta hoy, ayer, hace unos días, que su cabeza ha regalado una macabro gesto de despedida a su cuerpo embalsamado. Aún buscan a los ladrones, las autoridades. Pueden seguir buscando. Mientras tanto alimentarán los dimes y diretes con truculentas historias de satanismo y maldición, complot y tiniebla, que mucho nos gustan los códigos da vinci y demás oscurantismos de barraca de feria... mejor no pensar en los que nos acucian, menos oscuros, más evidentes, tan políticos, tan mercantiles, tan lejanos a nuestro mejor comprar marca blanca que si no no llegamos a fin de mes...

Max Schreck en Nosferatu, cortesía de "la red"
Termino de ver Nosferatu, en la breve pantalla del portátil, y no puedo evitar la mirada de Schreck. Sus pupilas como peces abisales chapotean el acuario de mis pesadillas y, de pronto, se transmutan en otras pupilas menos lejanas, no tan en blanco y negro (y encima mudo), pupilas que tal vez me reclamaron socorro hace algunos años... maldita memoria. Paseábamos La India, un poblado cerca de Satna, poblado a su vez sin mayor interés que el de su estación de tren, donde hacían ovillo de miseria y jauría de hambre las pacíficas huestes de la noche tercermundista. Paseábamos aquel poblado, ya digo, no recuerdo el nombre y, para qué, no es importante, en busca de güisqui indio, barato y pertinaz, pero las tiendas andaban despertando bostezos a los goznes aunque aún no era noche plena, y la luna no llenaba más que los estómagos de los desfavorecidos. Las tiendas cerraban. En el pueblo se celebraba una boda en la que, anonadados espectadores, tuvimos la ocasión de participar. 

Las bodas, en La India, en un porcentaje cercano al 60%, son celebraciones sociales en que poco interviene el amor. Mi hija ya menstrua. Tu hijo ya frecuenta lupanares. Hay un breve capital que crecerá si unimos ambas estirpes. Habemus boda. Y en mi recuerdo las pupilas amoratadas de aquel joven en edad de jugar a estrella de fútbol y aquella niña en edad de muñecas o disfraces de princesa, qué más da, no se me acuse (nuevamente) de machismo, viajen a La India y sabrán qué cosa es el machismo. Comenzaba para ellos el juego de la edad adulta, o sea, a pesar de no conocer las reglas del mismo. Les casaban. Ella lloraba como jamás escuché llorar a nadie, gritando un último adiós a los suyos, mientras los familiares del novio la cogían en volandas, encadenando a un tropel de brazos bravíos el enrabietado temblor de la joven, para postrarla ante el consorte que, apesadumbrado, no sabía bien si mirarla a ella o seguir mirándonos a nosotros, incómodos invitados a una fiesta para la que no estábamos preparados. Tuve que ofrendar a los pies de la pareja un puñado de arroz... el hambre, al fin, creo, es lo único que mueve este mecanismo de relojería maltrecha en que hemos convertido los días.

A la par que el macabro suceso relativo a la testa del laureado cineasta alemán, me informan otros noticiarios de la automutilación que se han impuesto una pareja de jóvenes indios. Estaban enamorados, pero sabían que nunca podrían estar juntos. Sus familias ya les tenían reservadas diferentes parejas. Se han cortado el cuello, ella y él, amarrando su amor a un nudo de sangre valiente y sueño mutilado . Al final, al contrario de lo que pueda parecer, nada habita en el corazón, más allá del bombeo que nos pone en movimiento o que dilata nuestros cuerpos cavernosos. Podemos concluir, sin miedo a equivocarnos, que todo está en la cabeza. Y cuando está duele, lo mejor es cortarla.

A Murnau le dolía la cabeza de tanto imaginar vampiros y reinos nocturnos. Hubo que cortársela. A los jóvenes amantes indios les dolía la cabeza de tanto buscar soluciones a su amor de vertedero. Hubieron de cortársela. La cabeza de Murnau engrandecerá, con redundancia, la grandeza de su genio cinematográfico. Las de los jóvenes enamorados sólo servirá de doloroso epitafio a los antropólogos del sistema de castas hindúes y demás estudiosos de la nada, y de frustración a las respectivas familias que ya soñaban con un mejor futuro para sus descendientes y, de paso, para sus economías.

Yo, hoy, esta noche, con tremendo dolor de cabeza, dudo entre separarla del cuerpo o dejarla hacer vida lejos del mismo que, quizás, dadas las circunstancias, sea lo más cuerdo. Y es que mi cabeza se debate entre el Nosferatu de Murnau, que vive la noche para devorar a su amada, y los jóvenes indios, que mueren el día para ahorrarse el daño de no poder devorar ya más que una agreste rebanada de ceniza.

Finalizada la boda, degollaron una gallina.