miércoles, 26 de noviembre de 2014

vidas desahuciadas

Caminaba Vallecas, pueblo obrero, desde la fragua de taconeo insomne de los gitanos hasta el horneado fragante de panes y dulces de la panadería donde aquella joven ecuatoriana me crepitaba el deseo cada vez que me ofrecía la barra más crujiente. Vallecas amanecía a la silenciosa sierpe de la resaca y las horas de bien merecido sueño con los callos aún latiendo el membrillo del yeso y el cereal del ladrillo. Sus cielos de polución sur acunaban aún el sueño de rumanos, magrebíes, bolivianos, pakistaníes y algún que otro senegalés perdido en la noche iluminada de su sonrisa incandescente. Caminaba Vallecas, Villa de Vallecas, sus calles de farola apedreada y adoquín revoltoso, recién alumbrado el día, ya digo, para organizar las horas en un ajedrez de compras morosas y saludos babel.

A veces pienso que sólo caminaba la mañana vallecana por reconocerme en el mordisco de sombra que mi paso imprimía a las paredes recién amanecidas de la barriada insomne. Por acercarme hasta el quiosco de la plaza, donde se afanaba María tropezando con sus muletas y con los mil cachivaches de regalo dominical de los noticiarios, ya ves, hijo, aquí, intentando organizar todo esto, que cualquier día van a regalar coches con el periódico y a ver dónde los meto, porque aquí, ya, ni para la matrícula habría espacio, eso sí, de esa manera tendría dónde vivir si la cosa sigue igual de cruda, que cualquier día veo que me echan de casa los del ayuntamiento. Porque María habitaba una de esas viviendas de protección oficial que, como la mía, fueron malvendidas a empresas de gestión privada, qué le vamos a hacer, si es que lo público no produce, y lo que no produce no compensa, ya saben.

Hace tiempo que hube de abandonar Vallecas poniendo tierra de por medio. Pero los noticiarios, estos días, me retornan a mi antiguo barrio, y reconozco en televisión al afable marroquí que me vendía a precio de amigo ras al hanut con que aderezar el cous cous, la sonrisa ingrávida de la dominicana que añadía color a las uñas color fatiga de las vecinas, la sobriedad gestual del peruano que regalaba cilantro con cada kilo de verdura, el quejío sabroso de la gitana joven y guapa que evadía los corsés raciales amancebada a la cintura de un payo, el pasear pausado del anciano que todo lo había vivido pero aún preservaba horizontes que culminar. Sí, he podido verlos de nuevo, a todos ellos, en televisión. Y no acudían como público a uno de esos programas que dispensan fama efímera. Todos ellos, y más, componían racimo de vendimia amarga a las puertas de un edificio sitiado por vehículos policiales y reporteros gráficos en Sierra de Palomeras, muy cerca del hogar de acogida a cuya puerta se magreaban adolescentes de distintas razas para enardecer de color la amanecida gris amianto del extrarradio, esos que me pedían siempre un cigarro, al regresar yo de comprar, donde María, la mancha de tinta agria del domingo amarillento. Sierra de Palomeras, domingos de suburbio, capitales de la calma que yo deambulaba con la excusa de comprar la prensa pero con la intención única de escuchar un verso de barriada y hastío de los labios de María.

Hoy, ayer, hace unos días, Vallecas era un clamor, y en Sierra de Palomares se ejecutaba (sí, como en las cárceles U.S.A.) un nuevo desahucio, y este Madrid obrero que apuntala con sus manos de andamio el Madrid financiero recuperaba su insignia de osamenta dolorida y ojeroso eyeliner.

Porque Vallecas es un desahucio compuesto de trapos abandonados y peluches sin mirada, un hogar breve al que llegan todos aquellos que perdieron vivienda, allende los mares, y tuvieron que iniciar periplo de vagamundo hasta arribar a sus costas de bulería, tercio de Mahou y subsistencia. Quizás por eso sea Vallecas, hoy, también, lo que nunca dejo de ser: un murmullo de brazos camaradas en que se acunan los sueños del orgullo de barrio y la solidaridad del que se sabe igual al distinto. Vallecas es un desahucio a cuyas orillas llegan, encerrados en botellas de DYC, mensajes de náufragos que saben que no están solos, por mucho que pretendan exiliarles en islotes de individualidad y ausencia. Vallecas aún respira, y sus habitantes gustan de compartir latido. Por eso se echan a la calle para denunciar la ejecución de un nuevo desahucio en que una vida de 85 años se revela, para tantos, primordial como la de uno de esos hijos del hambre o el daño colateral que ya ni siquiera vemos por televisión. Tal vez porque esos niños sean sus propios hijos en espera del envío de divisas que les arrebate la prematura madurez.

Mientras tanto, las calles sevillanas se visten de primavera retórica y agasajan con palmas y llantos la marcha de una grande de esa España que no es la mía ni la de los vallecanos. Descanse en paz, si es que no tuvo ya suficiente. Vallecas, como tantos otros barrios de comunidad y agravio, seguirá descansando en guerra, combatiendo el desahucio en que desean convertir la vida de sus habitantes.

Veo, en televisión, la muleta de María, como un fallido asalto a los cielos o un fusil minusválido, reclamando justicia para aquella que, mañana, tal vez ya hoy, podría ser ella misma. Vallecas, ya digo, es un desahucio que impugna su naturaleza fraudulenta para recordarnos que aún hay esperanza.

viernes, 14 de noviembre de 2014

equilibrio poético

Pocas alegrías proporciona la prensa, en estos días, salvo que sea uno de festejar la larga mascletá de crímenes económicos (dejémonos de eufemismos, la corrupción mata, díganselo si no a los deudos de todos aquellos que prefirieron saltar desde el balcón de su hogar antes de ver cómo pasaba a serlo de sus matarifes) que está convirtiendo el país en unas fallas de asco y nervio. Así que uno ya ni se molesta en leer titulares, y continúa rebuscando entre la letra pequeña de los diarios, por precaución.

Y es en esa letra pequeña, como de cláusula abusiva, que conozco la antepenúltima hazaña de los laureados bomberos de New York, al salvar la vida de dos operarios de limpieza encargados de proporcionar relumbrón a los novísima cristalería del One World Trade Center de la citada metrópoli. Resulta que algún fallo técnico o humano (aún está por aclararse) provocó que ambos trabajadores quedasen suspendidos, durante dos horas, a 240 metros de altura, con el vértigo desorbitando sus pupilas ante el vacío que amenazaba con devorar sus huesos y pestañas. Dos horas, repito, permanecieron allí, esperando a los equipos de rescate. O sea, como cuando, en ferias populares contrabandeadas públicamente a privados consorcios que deciden ahorrarse los controles de seguridad, queda suspendida una decena de adolescentes ávidos de emociones extremas en el centrifugado feroz de alguna montaña mecánica de esas que denominan rusas.

De cómo el equipo de bomberos encargado del rescate llevó a cabo, exitosamente, su labor, no me apetece dar cuenta. Está en la prensa, y en esta ocasión es reciente, por si les interesa. Pero comentaré algo que, invariablemente, se repetía en cualquiera de los medios informativos que explicaba el suceso. Me refiero (y transcribo) a la conmoción emocional que supuso en la población el contemplar aquella escena que despertaba los fantasmas del subconsciente colectivo. Se refieren, obvio, al famoso atentado perpetrado años antes, 2001 para ser exactos, en el mismo lugar, y que difuminó para siempre, en humo y cenizas, la metálica pincelada con que dos torres gemelas violentaban el lienzo futurista de cielo neoyorkino.

Un servidor, me van a disculpar, no forma parte del colectivo cuyo subconsciente aún anda herido por el recuerdo de aquel infausto evento. A mí, la noticia de los limpiacristales suspendidos en el vacío, me trajo a la memoria un memorable documental llamado Man on Wire.

El 7 de agosto de 1974, un funambulista francés de nombre Philippe Petit, ayudado por un grupo de lúcidos perturbados, conseguía burlar los servicios de seguridad de las Torres Gemelas de NY para extender entre las terrazas de ambas moles un alambre sobre el que, momentos después, comenzó a caminar los cielos metropolitanos para asombro de propios y extraños. Evidentemente, no había red ni salvaguarda posible, en caso de que el equilibrista hubiese dado un mal paso. El documento visual nos regala los prolegómenos y el desenlace de una gesta heroica. Petit, cumplió su cometido, y fue posteriormente detenido por las fuerzas del orden. Portaba, su rostro, una beatífica sonrisa.

Tan notable filme desmenuza para el espectador no sólo el equilibrio aéreo del artista de las nubes, sino también su equilibrio cerebral, enfrentándonos a un laberinto de acertijos y cuestiones que se cuestionan el utilitarismo de eso que damos en llamar arte. Porque Petit, surcando los cielos de la ciudad aún a costa de la legalidad establecida, lleva a cabo uno de los más sobrecogedores actos poéticos de que la Humanidad tiene recuerdo.

El acto de terrorismo artístico del funambulista anticipaba el lirismo terrorista y cruel de dos aviones que quisieron unir los edificios en un alambre de sangre y confusión, cierto. Pero tal vez, por qué no, anticipaba también la poesía de costumbre y terror de dos limpiacristales anónimos a quienes nunca nadie dedicará un documental. Ellos caminan a diario una cuerda floja que se eleva desde el asfalto hasta el firmamento. Pienso en la afilada dificultad de regresar a casa, tiznado de grasa y cristasol, e intentar convencer a la parienta para un fornicio urgente (que mañana hay que madrugar), y mantener la cordura. No debe ser fácil caminar con la mirada al frente pensando únicamente en los hijos que has de alimentar y, tal vez, si hay suerte, en la secretaria de dirección de vertiginoso escote que lleva y trae cafés hacia las salas de reunión manteniendo el equilibrio sobre sus tacones de aguja. La puedes ver, frente a ti, mientras abrillantas las indiscretas ventanas que la radiografían en sus quehaceres diarios. Tal vez por ello te despistas un momento, tropiezas o accionas mal el mecanismo del aparato que te suspende entre las nubes, y tu cuerpo se abalanza hacia el vacío. 

Los funambulismos cotidianos del trabajador de a pie carecen de la notoriedad suficiente para que ningún artefacto visual decida llevarlos a la gran pantalla... salvo cuando equivocan su pericia y resbalan, como los limpiacristales del One World Trade Center, para sacudir el subconsciente colectivo mientras las cámaras de televisión registran el suceso. También cuando les enloquece la hipoteca y desprecian su anonimato entrando en una sucursal bancaria, pistola en mano, con la única intención de recuperar lo que es suyo, que esto es muy de los EE.UU., también.

Pienso, hoy, que el funambulista francés eligió bien su apellido: "Petit", que, como bien sabrán, es el equivalente francófono a nuestro hispano "pequeño". Así, desde su ágil pequeñez, realizó una gesta poética que anticipaba la lírica cotidiana del que trabaja con su cuerpo, aunque haya de sostenerlo en peligroso equilibrio tan cerca del cielo... o quizás por eso.