sábado, 26 de julio de 2014

un don celestial

Días en que la rabia mordisquea mis latidos y la impotencia asfixia mis lamentos, de sentirme muñeco oxidado en las estanterías del desuso, mientras asisto (como el medio mundo supuestamente informado) al tropel de tropelías que los ejércitos del Holocausto ejercen incivilmente sobre civiles indefensos. Me refiero, evidentemente, al premeditado, calculado y pausado exterminio de la población palestina. Pero mejor no hablar de ello, que luego me tildan de radical, como ocurrió no hace mucho en público debate en que se trataba de arrojar un poco de luz histórica sobre tan tremebunda situación.

Así que, en cualquier caso, haciendo gala de radicalismos más amables, me abandono estos días a una drástica, frenética, extremista escucha sincopada de las obras musicales de David Bowie, ese Dios. Y me entra la duda, no se crean, al pensar qué ocurriría de ser Bowie el Jehová de los judíos, o el Allah de los musulmanes, aunque de más esté pensar que estos genocidios y terrorismos responden, aún, a cuestiones religiosas. Salvo si recordamos que la religión es herramienta política para el sometimiento de los pueblos (el opio ya se lo fumaron y parece que les sentó mal). Pero eso es otra cuestión, ya digo, y pido disculpas por abundar, a pesar de todo, en el tema. 

David Bowie, cortesía de "la red"
Retomo el hilo y aclaro que hoy quiero hablar del músico británico. Bowie, nacido David Robert Jones, hace ya casi 70 años, ha surcado las marejadas de modas y melodías con la sincronía perfecta del veterano marino, ése que arrumba temores y abruma licores cada vez que se pone al mando de navíos y fragatas. Él ha sido todo y aún lo es, y su discografía da para concienzudo estudio de lo que la música popular ha sido hasta que llegaron los adalides de la mercadotecnia glotona y la lírica sin prosa. Y aun, todavía, sigue remando Amazonas que algunos pretenden Aqueronte dada la avanzada edad del cantante. Pero la música, amigos, como Dios, no tiene edad, y las armonías que un día nos hicieron estremecer lograrán hacerlo hasta que Caronte nos ceda plaza en su barquita de espanto y sosiego.

Así que escucho una y otra vez Space Oddity, y pienso en ese Mayor Tom que se perdió en el espacio, quizás buscando el origen del Universo. Resulta que si el Mayor Tom regresó al planeta Tierra, alguna vez, fue para convertirse en adicto a las drogas duras y comprender que todo su mundo se había resquebrajado. Así lo recordó Bowie en Ashes to Ashes. Si el citado personaje se hubiese dedicado a acudir a misa los domingos y fiestas de guardar tal vez se hubiese ahorrado tal debacle vital. Tan claro tienen sacerdotes, rabinos y demás depositarios de la verdad revelada la procedencia, nombre y leyes de Dios. Sin ir más lejos, la Conferencia Episcopal española, que pocos días atrás advirtió a sus feligreses del pecado nefando de llevar la contraria a su divino hacedor pensando que la identidad sexual pueda ser una opción personal. Así lo han asegurado los portavoces de Cristo en esta Tierra nuestra que ya sólo barro aparenta, y cito: "Algunos creen erróneamente que cada uno puede optar o elegir la orientación sexual independientemente del cuerpo con que ha nacido. Pero la identidad sexual no se elige, es un don que se recibe". Ahí queda eso.

Hago oídos sordos y regreso a Bowie, y le escucho contoneando su indefinición sexual en Jean Genie, y contemplo su rostro desdibujado de purpurina y colorete, y rememoro los dimes y diretes de aquella supuesta relación sexual con Mick Jagger, entre otros. Ante tal entrega radical al casi setentón bardo inglés no puedo más que preguntarme qué hubiese sido de mí de haber descubierto su música a más temprana edad. Quizás hubiese decantado mi identidad sexual hacia el macho, contraviniendo así los preceptos de la Santa Madre Iglesia. Claro que podría defenderme en este nuevo proceso inquisitorial que se nos impone con la sutileza de un vampírico mordisco en la nuez alegando que mi sexualidad es don por Dios otorgado: porque Bowie, para un servidor, es lo más parecido a Dios.

Suena Heroes y pienso en las murallas tras las que el Estado de Israel comenzó a organizar un nuevo Mauthausen en que, como en el de Hitler,  proceder al calculado y poco religioso exterminio de una raza, en nombre de un certificado de propiedad dictado por un Dios envidioso y justiciero en libros que ya pocos leen y en cuyas letras muchos aseguran hallar su identidad, si no sexual, si comportamental. Bien es cierto que sus métodos son más inmediatos y menos maquiavélicos que los que con los suyos emplearon los nazis. 

Pero hemos de recordar que no sólo judíos fueron exterminados allá, o en Dachau, también (entre otros muchos) homosexuales. Qué manía la de los dioses bíblicos con la identidad sexual. Me pregunto qué hubiese ocurrido, en nuestro planeta, si Bowie fuese, al fin, reconocido como Dios. Un servidor, a pesar de todo, hubiese seguido los pasos del músico, hasta lograr matrimonio con una venus somalí como esa Iman que acompaña, desde hace años, su envidiable vejez.

miércoles, 9 de julio de 2014

trabajando el deseo

Si algo bueno tiene la prensa, la poca que queda, es que nos permite viajar sin dejar de ensuciar con nuestra sombra el teclado de la computadora. Así, surcando los abruptos oleajes del ciberespacio, podemos acercarnos a la China, el Tíbet, Tegucigalpa (está en Honduras, por si no les apetece buscar en wikipedia) o Taiwán. Es en este último destino donde sabemos, gracias a los noticiarios, que un empleado de la compañía nacional de ferrocarriles ha recibido los parabienes de sus empleadores tras 24 años de vida consagrados en cuerpo y alma a la amada empresa que pone en los platos de su familia el condumio necesario para la existencia.

Nada raro en 24 años laborales, menos ahora que pretenden que los octogenarios sigan fichando entrada y salida de la oficina de turno. Lo curioso del caso es que Yang Chao-Shun, que así bautizaron sus progenitores a tan esforzado trabajador, no ha disfrutado ni un sólo día libre durante sus 24 anualidades de servicio. Pueden imaginar el alborozo de sus patrones. Sí, tan felices estaban del modélico esfuerzo de Chao-Shun que decidieron hacerle público homenaje y entregarle una placa que le distingue, como "empleado ejemplar". No hubo comida ni subida de sueldo, al fin y al cabo el trabajador había dado, justamente, ejemplo de austeridad durante esos 24 años. Tan austero fue que ni siquiera se permitió el lujo de llenar el bosillo de su organismo de virus alguno. O sea, que ni por enfermedad dejó de trabajar ni un solo día.

Regreso yo, estos días, de la enfermedad del amor, del recreo de la piel, cuya necesidad te acomete de improviso en el momento menos oportuno. Paseando las calles de la noche, por ejemplo, en que sorprendes la ortografía crujiente de unas piernas de mujer reescribiendo la novela barata de los adoquines, y deseas volcar sobre la página suave de sus tacones el tintero de tu deseo. O desperdiciando el rubor de nube tímida de la mañana urbana en que una sonrisa de seda lanza puntadas al mediodía para coser su gloria de sudores y escotes, y deseas recomponer su zurcido de saliva con el lenguaraz pespunte de los labios. O caminando senderos de pasto mordido por el amanecer de un solsticio de invierno en que deseas fundirte con la piel oro y fragancia de esa hembra cuya mirada descompone los días y los relojes. Después arribar al desaseado cuarto de un hotel sin más categoría que la que le ofrenda tu desnudo de fulgor y sombra: la sombra que parecen inventar tus pechos y que yo trabajo con la cautela de un asesino a sueldo, la sombra en que quiere recluirse tu pubis y que yo trabajo con la tenacidad de un herrero, la sombra que envejece al latigazo de tu cabello y que yo trabajo con la ternura del jardinero, la sombra a que tus nalgas otorgan luz de manzana seccionada y que yo trabajo con la glotonería de una cocinera de extrarradio, la sombra que perfeccionan tus labios y que yo trabajo con la húmeda concentración del marino mercante... y tu fulgor de jugos trabajando el tacto de temperatura y alcohol de mis dedos, tu fulgor de salivas trabajando el tartamudeo de dicciones y suspiros de mi paladar, tu fulgor de sudor trabajando el recorrido de torpezas y error de mi musculatura, y, sí, ¡ay! tu fulgor de orgasmos trabajando el buril de carpintería carnal y equívoca de mi sexo.

Ya no sé si es enfermedad que me obliga a darme de baja, por unos días, de la vida, el amor, o un trabajo intermitente del que necesito vacaciones cada cierto tiempo, por no desfallecer, por retomar fuerzas y aplicarme con mayor pericia en la siguiente ocasión. Pero tengo claro que, de ser así, no puedo aspirar a más honor que el que tú, mujer, tú que eres mi empleadora, decidas distinguirme algún día como "empleado ejemplar", al igual que al trabajador ferroviario taiwanés, y decidas abrirme despacho en la oficina de pulpa y miel de tu vientre. 

A Chao-Sun ni dinero le dieron ni subida de sueldo, pero ¿a quién satisface la moneda si es que ama su trabajo? Siempre he defendido que el trabajo, por sí, es intrínsecamente nocivo para el desarrollo humano. Pero estos días de baja laboral en que la única actividad a que me entrego es la del amor entre tus brazos, pienso si no sería posible que tú, vosotras, decidiéseis contratarme para jornadas de 8 horas bregando entre el fulgor y la sombra de vuestros cuerpos. Prometo no pedir ningún día de vacaciones en los próximos 24 años.