lunes, 7 de abril de 2014

la primavera

Que la categoría de Arte es voluble casilla en que encasillar sutiles diferencias y cuestiones desparejas me quedó claro hace tiempo, quizás ya en mis años de estudiante (¡ay!, tan lejanos que, en ocasiones, creo tan sólo haberlos soñado), cuando aún retorcía, el sedal de mis sentimientos, el bocado de pincelada gruesa del Goya más furibundo, o me ennegrecía las pupilas, de tintura mortal y doliente, el salto sin red ni artimaña de Yves Klein. Quiero decir que en nada se parece el mordisco de esperpento agrio de Saturno devorando a su hijo a la vacuidad perfecta del naufragio azul de una Venus de Samotracia violada de IKB. Había, ya entonces, quienes defendían la grandeza del arte que, desvelando, muestra, y denostaban ese otro arte que ya daba en llamarse moderno y que sólo, decían, tiende a copiar la realidad sin desvelar su esencia. También, muchos, defendían lo contrario. Distintas maneras de comprender el Arte, diferentes opciones de gozarlo.

Imagino que el ciudadano español que, hace unos días, decidió desnudarse, frente a esa joya renacentista que es El Nacimiento de Venus, en la florentina Galería de los Uffizi, no tiene claros (o los posee en demasía mezclados), los conceptos de arte moderno y clásico. Por eso sorprendió a visitantes y vigilantes del citado museo con una contemporánea performance que sólo aspiraba a elogiar el violento clasicismo de la obra de Botticelli. Flash mob, y términos del estilo, utilizan los adalides de la modernidad para encasillar ese arte efímero que muchos gustan de plasmar en instantes que embriaguen de inolvidables sensaciones a los circundantes. O sea, que uno abandona las maletas en medio de la refrigeración ausente del aeropuerto para ejecutar unos pasos de danza, o irrumpe en la oscuridad vidente de una sala de cine armado de antorcha y griterío, cosas así, y está regalando a la posteridad efímera del momento una obra de arte. Antaño, el arte, por contra, germinaba en la quietud despaciosa de un estudio pictórico o una sala oscura donde fotografías y pinceladas iban naciendo a la vida, con parsimonioso minutero, su textura de instante eterno. Diferentes modos de entender el arte, ya digo. Al espontáneo español se le ha tildado de atildado provocador en busca de efímera fama, entre otras cosas. Nadie, que yo recuerde, ha comentado su desnudo que, tal vez, fuese una obra de arte en sí mismo. En ocasiones, lo superficial, en este caso la piel, es lo más profundo que el humano pueda llegar a aprehender.

Vengo estos días naufragando en la marisma de niebla y crujido de la voz de Camarón de la Isla, aquel malogrado sureño que regaló a la posteridad no pocas Obras de Arte, con mayúsculas, que vestían ropaje de canción y desnudaban cuerpos de ritmo sufriente y grato requiebro.

Camarón de la Isla y Tomatito, cortesía de "la red"
Inició, el joven cantaor, su periplo de tablaos y quejíos, al albur de los más estrictos cánones de la tradición flamenca. Con el cincel de su garganta fue labrando escalofríos y esplendores en la memoria de quienes lo escuchaban. Hubieron de pasar los años y arreciar las tormentas de la droga y la náusea, para que el artista decidiese poner en pie su propia performance, arrojando a las bravías normas de la tradición su maroma de novedad y riesgo. La Leyenda del Tiempo es obra magna que conoce al dedillo (e incluso intenta emular, posiblemente amparado por el anonimato falso de la ducha) cualquier amante de la música popular. Es ahí donde comenzamos a vislumbrar a ese Camarón en plan "artista moderno" que, despedazando a dentelladas los corsés de la norma y el compás neutro, decide experimentar en su propia piel el desbarajuste germinal de la primavera que, aparte etiquetas y casillas, debería ser toda expresión artística.

Cosechó no pocas críticas entre los más ancianos y aciagos de los seguidores del arte flamenco, ese nuevo cauce artístico en que decidió verter Camarón las turbulentas aguas del cante jondo. Pero la posteridad redibujó su fresco de melena crespa y encrespada garganta para situar su arte en los límites de la divinidad recién nacida.

Igual Boticcelli, con su Nacimiento de Venus. Y, retornando al joven que se desnudó ante tan magna obra pictórica: dicen que, una vez desvestido, ante el lienzo, intentó glosar la grandeza de tan grandiosa pintura con una lluvia de pétalos de rosa, y escandalizar a la concurrencia con su desnudo de flor quebrada y enhiesta.

La tolerancia de la era digital permite, hoy día, que noticias y notas puedan ser comentadas por los lectores con la insensatez de lo inmediato. No pocos han sido los que han hecho mofa de ese joven enamorado de la primavera florentina, con insultos que poco tienen de artístico. Un servidor (disculpen si les ofendo) no puede más que elogiar el elogio floral de su desnudo primaveral e incierto, y recordarles que el arte moderno lo escriben ya aquellos que hacen de su piel maestría y del instante emoción. Si el citado joven fuese un noruego de nombre impronunciable que desanudase sus lujosas vestimentas para mostrarse desnudo en medio del tráfico neoyorquino, un suponer, estaríamos hablando de una performance inolvidable (y económicamente cuantificable) que evidencia la vacuidad del mercantilismo salvaje, por ejemplo. Yo me reconozco más del terruño, y admiro la osadía de ese español insolente reflejando el desnudo tierno de la primavera botticelliana en su propia piel de duda y temblor. Comprendo su desnudo, como comprendo a esa Venus de sonrisa valiente que, desnuda de pieles ajenas, nace cada noche de la humedad de mis sueños para ofrendarme una lluvia de primaverales besos que desordena los reflejos de las ventanas a que se asoman mi gesto y mi deseo.

Ya lo decía Camarón:

La Primavera, la Primavera
va llenando de rosas
los corazones que sueñan

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