viernes, 24 de enero de 2014

el extranjero

Que esa desmesurada nación que da en autonombrarse líder mundial (los Estados Unidos, o sea) aviva un crisol de vidas y vivencias tan amplio como extravagante, está fuera de toda duda. Por ello acuden los noticiarios patrios a las agencias de prensa norteamericanas, cuando carecen de novedad con que llenar el vacío informativo que provoca la provocativa ocultación premeditada de los pornográficos latrocinios de El Mercado, la peligrosa deriva del Gobierno hacia pitecantrópicas actitudes predarwinianas, la vergüenza de una población más muda que un protagonista de cine ídem,  y un largo etcétera que ya nos atraganta a más de uno la gana de seguir viviendo en España y nos hace dar el salto definitivo que nos convierta en inmigrantes ilegales.

De tal desesperada búsqueda surge una, en principio, cómica primicia. Resulta que en Kentucky (¡qué sonoridad!), hace unos días, un preso de 41 años (la edad es importante) logró burlar las estrictas normas de seguridad de la institución penitenciaria en que cumplía condena por robo y falsificación documental. Hasta aquí todo normal, si de alguna libertad gozan los presos es de la de poder soñar con ella. El cautivo se liberó y así permaneció (libre) durante casi 20 horas. Resulta que más tiempo no pudo pasar en el exterior, las temperaturas en la zona rondaban los -20º, y el infortunado fugitivo decidió reingresar, por propia voluntad, a la cárcel de la que había escapado horas antes.

Vivo estos días en Marruecos, donde me acunan abrazos de vendaval y arrumacos de borrasca. O sea, que el país del norte de África se ve azotado por una gélida temperatura a la que uno (ya dije que la edad es importante) no comprende cómo adaptarse. A pesar de ello, el espantajo desvaído de mi figura despieza el empedrado con sombras de extrarradio. Mientras los marroquíes me acribillan con pupilas de óxido y tiempo detenido, yo merodeo las menudencias de relojes que se deshilachan en ternura de minutos perdidos, caminando sin rumbo ni prisa, sin motivo ni propósito alguno más allá del de permanecer en movimiento.

En ocasiones me invade una suerte de saudade de saldo y me pregunto por qué viajar, para qué sigo viajando, qué obtengo de aquí o de allá, si sólo logro sentirme El Extranjero. No somos pocos quienes acudimos cual tropa de Ulises a la ebria llamada de sirenas que habitan no sólo mareas sino también selvas, arrecifes, cadenas montañosas, pueblos, ciudades, poblados, metrópolis. Recorremos los senderos que otros hollaron pretendiendo descubrir ocultos caminos de migas de pan que devoramos como si en su dieta de esponja habitase la pócima de la eterna juventud. Creemos apurar la vida mientras es ésta quien nos consume a nosotros. Es por ello que, a medida que los años desnudan su vendaje de momia recién nacida, comenzamos (al menos, tal es mi caso) a elucubrar con la posibilidad de un hogar. Anhelamos regresar a casa, a alguna casa.

Marruecos, ya decía, es frío estos días, y sus calles son revuelo de chilabas y multicolor aguacero de babuchas, las voces de los imames colorean el cielo de Allah con tormentas engendradas por un Van Gogh africano, los minaretes se esfuerzan por hacer cosquillas a una manada de nubes ansiosas de vegetal condumio... Es por ello que decido emprender nuevos caminos. Lamento reconocer que la temperatura (al menos a mi edad), cuando juega en los sótanos de los termómetros, se torna ingrato recreo del que deseo huir, como cuando regresaba a aquellas aulas en que aprendimos que incluso las palabras duelen (además de a despejar de raíces las raíces cuadradas, descubrir que la caída de una manzana tiene burda belleza de ecuación, o cosas igual de inservibles para eso que llamamos vida). Pero ademas de abandonar el frío, reingresaré (al menos, temporalmente), como el recluso frustrado de la noticia, a mi cárcel favorita, la que unos llaman amor, otros sexo, y yo no logró discernir qué porcentajes de ambas contiene al nacer de su dulce cópula. O sea, que es lo mismo, el amor, ese presidio.

Así, a mí, como al preso de Kentucky, me vence el frío, y anhelo ya reingresar en la celda infructuosa de la pasión. Encerrarme tras los inquebrantables barrotes de su abrazo de metal y promesa, ingresar a la mazmorra húmeda de su voz de lluvia, cumplir condena por hurtarle un beso procaz o por rebanarle, con daga de filo de orgasmo, el cuello a la madrugada, confinarme tras los muros de una celda que la argamasa dúctil de flujos, caricias, susurros, dientes, dedos, cabellos y saliva tornaron inexpugnable.

Lo sé, no seré allí tan libre como cuando viajo y mis decisiones trazan el camino, cuando soy El Extranjero. Pero ahora, ya digo, en Marruecos hace frío, y tras las rejas del amor, aunque carezca de libertad de decisión, sé que hay una temperatura de labios. Allí, ella caldeará mi piel marchita con su valiente frazada de sonrisa, y refulgirán como fusibles sus divinos barrotes de cuello, cabello y pubis.

Deberíamos hacer caso del de Kentucky, quienes nos creemos más libres por andar siempre de viaje. Parece ser que dijo, a su regreso al penal: "... en la cárcel, al menos, no me moriré de frío..."

lunes, 13 de enero de 2014

perder los papeles

Ondeaban banderas rojigualdas cuando los héroes balompédicos de la piel de toro cosechaban éxitos por cuyas cañerías corrían desperdicios de insensatez y vacío. Ondeaban revolucionarios trapos que se pretendían ladrillos de ese futuro que debíamos comenzar a reconstruir los españoles. La selección nacional de fútbol demostraba al extranjero la fiera garra del hispano, allende los mares, mientras en plazas y calles una manifestación silenciosa de rabia indignada reclamaba las migajas del banquete de los poderosos. Luego llegó la Navidad, yo regresé a esta tierra que me vió nacer, y tragué el infortunio de contemplar la Puerta del Sol madrileña, y aledaños, tomada por una horda de sonrisas embriagadas de consumo y me da igual. Eso sí eran manifestaciones, y no las del 15M. A pesar de latrocinios y regresiones a tiempos pretéritos de los que quizá nunca supimos salir, los españoles celebramos la orgía de confetti y envoltorio cobalto de la santa Navidad y la sacrosanta moneda, y apartábamos la mirada del machetazo negro y sabroso que decora el ébano evanescente de aquellos inmigrantes que se dejan manos y alma en unas cuchillas diseñadas para afianzar nuestra identidad nacional, allí, al otro lado del Estrecho de Gibraltar.

En esas mismas fechas, los gobernantes hispanos, demostrando que el hombre es un lobo para el hombre, rebañaban el plato de ignominia y decidían que cualquier español que permanezca más de 90 días fuera del país, perdería uno de los pocos derechos que pueden hacerle sentirse orgulloso de haber nacido en tierra hispana. Como ya ocurrió a todos los inmigrantes sin papeles, el desafortunado viajero del extrarradio nacional perderá el derecho a la asistencia sanitaria. Así estamos, hasta aquí hemos llegado.

Fue hace años, remoloneando las costas de un Atlántico embebido en negritud, allá donde las arenas del Sahara se confunden con las de unas playas sin sombrilla ni ladrillo, que tuve la fortuna de constatar la existencia de ese término tan cacareado a la vez que denostado: solidaridad. Una ingesta de pescado desorientado en la pecera cálida del mercado me produjo una febril indigestión de la que pensé no saldría con vida. Para mi fortuna, y la de aquellos que decían extrañarme, Ibrahim, un añoso marroquí, me acogió en su jergón de mosca y hambre para, con la ayuda de su silenciosa mujer, proporcionarme hierbas y brebajes cuyo nombre aún desconozco, pero que obraron el milagro de restituirme a la vida salubre. Ibrahim me relató, días después, cómo había perdido todo a manos del ejército marroquí, por el simple hecho de prestar ayuda a un saharaui que se manifestaba contra la invasión que su tierra sufría, desde hacía años. Ibrahim pretendió evitar el súbito mordisco de un cuchillo gubernamental en la piel del saharaui. Por ello perdió varios dientes y un pedazo considerable del sentido de la vista. Además, para siempre, perdió los papeles. Quiero decir que el Gobierno marroquí dejó de considerarle, desde entonces súbdito de su desgobierno, e Ibrahim quedó anclado con su familia a la deriva de adobe de su hogar y al oleaje insensato del repudio social. Perdió la nacionalidad, y aunque le permitieron seguir habitando en El Aaiún, su ciudad de origen, el resto de habitantes de la misma decidió ignorar su existencia para mejor seguir manteniendo la propia.

Resta poco tiempo para que un servidor emprenda de nuevo trayecto hacia el Nuevo Mundo (ahora más nuevo que nunca), y me pregunto que ocurrirá cuando regrese a España y me encuentre sin papeles, como cualquiera de los inmigrantes que pasean su desconcierto de hambre y herida por las calles de nuestra patria. Porque pienso regresar, no lo duden, la patria me reclama, no en enseñas ni banderas, sino en unos brazos de emoción y una sonrisa que sabe a beso: esa patria que recién he comprendido como la única a que debo fidelidad. Espero tan sólo no llegar herido, poder saltar con brío esa verja de cuchilla y odio con que pretenden atrincherar el adocenado sueño de aquellos que aún se sienten españoles cada vez que la selección nacional de deporte cualquiera obtiene nuevos éxitos fuera de nuestras fronteras de miedo y hueco. 

Sólo espero encontrar a un Ibrahim caritativo que se preste a curar los infectos navajazos que porte en mi carne y mi alma. Un Ibrahim desposeído de televisiones de plasma y automóviles último modelo, también, quizás, de trabajo con que alimentar a su prole. Tal vez la industria farmaceútica no haya, aún, extirpado cualquier posibilidad de acudir a remedios naturales o caseros para curar el mal de corazón y el dolor de cabeza, y ese Ibrahim solidario se preste a untarme ungüentos como caricias e infusiones como besos que me restituyan la salud y, de paso, ¡ay!, la fe en el ser humano. En caso contrario, podría perder, una vez más, los papeles, e iniciar una revuelta de sangre y espanto que restituya este terruño allí dónde debió permanecer desde antes de la Prehistoria: bajo las mareas terribles de un océano furioso... como yo, ahora.