miércoles, 31 de julio de 2013

ojalá...

Nos agasajan las cabezas pensantes de la televisión pública española, estos días, con tremebundas recomendaciones que más de uno, en vez de criticar, debería quizás tener en cuenta. 
Como muestra un botón: ante el acuciante problema del paro, la ausencia de horizonte laboral (según algunos lo laboral es vital, lo digo por si alguien no ha reparado en la gravedad de no poder ser empleado en ninguna cadena de producción de las muchas en que han convertido esta feria de vanidades que es la vida occidental), la carencia de ingresos, recomiendan los noticiarios públicos dedicarse al rezo y la oración (católicas, of course). Según la información a que hacemos referencia, el rezo como alivio de la ansiedad que pueda provocar el desempleo sostenido en el tiempo es recomendado por los más afamados psicólogos (¡ay!, si Otto Rank levantase la cabeza). No sé, afortunadamente no sufro tales ansiedades, pero tal vez no sea mala terapia la que dictan los informativos, ya digo.

Hace poco decidí emplear el breve tiempo que paso ante la pantalla en visionar un film canadiense de reciente estreno y afamada polémica, Inch'allah. Quizás atraido por ese ojalá mahometano, tan grato a mi oído, tal vez por las críticas con marcado cariz político que había despertado en ciertos sectores de la sociedad.

Aparte de controversias, pude disfrutar/sufrir una narración cinematográfica de rotunda y desgarradora honestidad, filmada con pulso firme a pesar de los terremotos emocionales que sus imágenes y silencios puedan llegar a causar. Una nueva historia situada en el eterno conflicto entre Palestina e Israel, un nuevo catálogo de las inmundicias a que pueden conducir los vericuetos del poder y el afán de superioridad que se aposenta en las rancias enseñanzas de antiguos dioses que nunca debieron haber visto la luz. Pero en esta ocasión pude acercarme a los rostros, sentir su respiración, observar el desarreglo de las líneas que mal escriben las vidas de demasiados inocentes y de no pocos culpables, sin perder por un momento la noción de que uno y otro concepto pueden ser perfectamente intercambiables. 

En la película, una de las protagonistas, palestina, asiste impotente al fallecimiento de su primer hijo por obra y gracia de las leyes de esa nueva selva en que florecen muros en vez de árboles, documentos en lugar de hojas silvestres. Lamento el spoiler (¿lo he escrito bien?) que sigue, pero sin él no tendría sentido esta entrada: la citada mujer decide acallar las voces de angustia que desgarran su latido haciéndose inmolar con el ánimo alevoso de llevarse por delante a todo aquel que pasea una de las más transitadas calles del Jerusalén en llamas alrededor del que giran las nefastas consecuencias de tanto odio soterrado. Hasta alcanzar ese anticlímax violento y desgarrado, la película nos ha regalado una galería de personajes cuyas más íntimas dudas podemos advertir y compartir, nos ha situado en el ojo del huracán de la ignominia y el desprecio, nos ha paseado por calles como campos enlatados y por interiores como madrigueras infames, y ha vapuleado nuestros sentimientos para lograr que seamos un poco más humanos.

Pienso que la joven suicida de la película no tuvo la fortuna de contemplar en televisión las recomendaciones de entregarse al rezo para calmar la angustia de un futuro sin horizonte, ni laboral ni vital. Aunque, tal vez, sí que asistió a otra de las noticias de alto valor informativo que nos regaló, hace unos días, la televisión pública española. Nos advertían, en esta ocasión, de los riesgos que encarnan las procaces actitudes de no pocas adolescentes que se entregan sin reparo alguno a la cuestionable moda de vestir ropas provocativas de esas que muestran mucho más de lo que ocultan. Afortunadamente, acompañaba la preventiva información la opinión de más de una sufriente madre que tiene que asistir a diario al vergonzoso espectáculo de contemplar a la sangre de su sangre convertida en poco más que una prostituta de extrarradio. El punto de vista humano, siempre ayuda a comprender las desgracias que asolan la Madre Tierra.

Decía en un inicio que no deberíamos menospreciar las recomendaciones del Ente Público. Tal vez la joven musulmana de Inch'allah sólo pretendía calmar la ansiedad que le provocaba apurar a sorbos amargos una vida sin horizonte, sin puesto de trabajo remunerado, entregándose al más puro de los rezos que puede conocer el humano: ése en que el feligrés entrega cuerpo y alma a su Dios. De paso, por el camino, se lleva a unas cuantas jóvenes de ésas que visten minifalda para lucir más vistosas. Basta una explosión para calmar la ansiedad y dejar vacantes un puñado de puestos de trabajo...los de aquellos que, a causa de la deflagración, ya no llegarán a la oficina al día siguiente.

Si se encuentran en paro y les hieren las noticias televisivas, les recomiendo pasar por el cine a ver Inch'allah. No calmará su angustia, pero tal vez, después, decidan dedicar un par de horas al rezo, y reencuentren la calma en la seguridad de que un Dios, allá arriba, cuida de ustedes. ¡Ojalá!

domingo, 14 de julio de 2013

bienaventurados los viciosos

Vengo del abandono vegetal del Trópico, de la desbandada de guacamayos ensuciando de color la noche de la jungla, de charlas como paseos en compañía de tu propia sombra, cuando ésta, más que oscuridad, es alergia de luz. Vengo, por resumir, del Paraíso. Y no hay serpientes parlantes ni manzanas de doble filo a la luz de los farolillos que agasajan la palabra y la camaradería inauguradas por la espuma de unas cervezas que no pagan más impuesto que el de la ebriedad bien entendida y mejor compartida. En el Trópico, ya digo, compartir un trago es alargar el momento del diálogo y la cercanía.Y regresar al catre es intentar anular el recuerdo de aquellas noches incendiadas en nicotina y alta gradación alcohólica de una juventud que ya apenas creo haber vivido.

Pero la memoria juega al escondite y se aparece, de tanto en tanto, como queriéndonos advertir que nunca fuimos tan presentables y dignos de confianza como aparentamos a día de hoy. Es entonces que me atropellan recuerdos de noches gastadas al ritmo de rock de garrafón y tabaco intoxicado en THC, alboradas como revoluciones de la nada en que escondíamos nuestros más vivos deseos, cuando la ebriedad y la ausencia de horizonte tiznaban de melancolía los placeres y los días.

"¡Vicioso!", te decían tus padres, cuando el vínculo fraterno se deshilvanaba en las frases inconexas con que intentabas animar la humilde cena familiar, regresado del tráfago de alcohol adulterado, revestido por un aura de nicotina festiva y torpeza de fin de semana.

Y "una cosa es libertad, pero otra bien distinta es libertinaje, así va el país", escuchabas mascullar a tu progenitor, indignado ante tu aspecto de mendigo de centro comercial dos en uno. Él trabajaba duro para poder proveerte educación y alimento, y tú malgastabas el frágil vidrio de su sudor entre nubes de alquitrán y monóxido de carbono, sumergías sus esfuerzos en mareas de Johnnie Walker más fraudulento que tus sueños de un futuro prolijo en felicidades y experiencias.

Regreso del paraíso y leo (prensa cibernética) que en mi tierra de origen han vuelto, los lúgubres teleñecos del mercado, a subir los impuestos al alcohol y el tabaco, una vez más, amparados en su contradictorio socialismo de todo a 1€, ése que les obliga a cuidar de la salud y el porvenir de sus votantes con más encono quizás que el bolsillo de sus propietarios. Y es que el vicio siempre hiere, tanto al organismo humano como al sistema, parece. Los mismos gobernantes del miedo y el tedio oficinista juegan a mermar, por otra parte, la delicada salud de aquellos que les auparon a la grupa insaciable y bailarina del más vicioso de los poderes, y privatizan hospitales, deniegan auxilio médico, tarifican a precio de Givenchy las medicinas y las intervenciones quirúrgicas, ponen cerco a la puerta que intitula como URGENCIAS los desastres a que da la bienvenida.

Mi padre, así me lo dice (conexión cibernética), añora mi vicioso retorno. Tal vez, y eso no me lo dice, para que adquiera vino del caro y, de esta forma, además de celebrar el reencuentro, pueda yo aportar mayor porción de impuestos con que poder cubrir el agujero del gasto médico. Tal vez los tributos que el Estado me intervenga por obra y gracia de mi desmedida ingesta de alcohol y tabaco puedan facilitar que el sistema abone las medicinas que mi padre ya no puede pagar. Tal vez, con mis vicios, pueda él seguir malviviendo un par de años más.

Y yo viniendo del paraíso, donde los vicios son de contrabando. Allá (no todo es perfecto) creen en Dios y en Jesucristo. Yo creo en el Estado, que vela por nosotros con igual celo que el mesías cristiano.

¡Amén!