domingo, 29 de diciembre de 2013

horizontes lejanos

Las playas españolas, tan elogiadas por norteñas huríes de escandinavos pechos que enarbolan la bandera del cuerpo libre de ataduras, europeos ancianos decididos a jubilar su jubilación laboral trabajando el sol y la espuma mediterránea, británicos estudiantes que a ellas se acercan para mejor emprender el estudio de anatomías entregadas a la efervescencia de drogas, alcoholes y mareas, digo que las playas españolas, a pesar de tan ovacionadas, han sido (y son) denostadas por los gobernantes patrios que, hastiados de su redundancia de crepitante salitre, decidieron hace tiempo redecorarlas extendiendo a sus orillas un turbio tapiz de hormigón armado y ladrillo acorazado que pueda salvaguardar de la marea veraneante de bocata y crema bronceadora a aquellos que gozan de un saneado estatus económico.

Tras el desmadre del ladrillo y el lujo adosado a orillas del temperamento oceánico, decidieron las autoridades, como dijera aquél, desfacer el entuerto, reescribiendo normativas y decretosley para que la arena de la orilla playera retornase a su breve gobierno aguijoneado de sombrillas, esterillas, balones de plástico y residuos orgánicos. A tanto llega el celo de aquellos a quienes votamos, que hasta los típicos chiringuitos playeros se han visto obligados a dejar expedito el alfombrado molesto de la arena. Afortunadamente, ahora les permiten mantener su negociado pero a unos metros sobre el suelo, para que la espuma rubia de la cerveza no se mezcle con la cabellera verdiazul del oleaje, y los chiringuitos se trasladan a las azoteas.

Recuerdo mis playas de la infancia, cuando la marea jugaba a encresparme el cabello y desordenarme los castillos de arena. Pero recuerdo aun más mis playas de la adolescencia, cuando pretendía cocinar al fuego lento de su murmullo de chapuzón y alga fresca aquel suculento pedazo de carne que se me antojaba mi acompañante femenina del momento (qué le vamos a hacer, la adolescencia no entiende de sociologías, salvo si entendemos por tal la psicología freudiana del instinto primordial). No pocas de las batallas en que pretendía, un servidor, derrotar a aquella adversaria de cabellera húmeda y salado paladar que suponía su preponderante objeto de deseo, fueron libradas en el chiringuito de turno, cuando la mar ya hacía costra en la piel y el sol acudía al hamman silencioso del horizonte. Desde el chiringuito, quiero decir, contemplábamos el ocaso y silenciábamos el deseo, como si anduviésemos asistiendo estupefactos a su inauguración.

Todos tenemos una playa. Una playa en que acariciamos senderos de sal como piel de hombro bronceado, en que ahogamos los labios al ritmo de palabras que eran metáfora de la marea cercana, en que perdimos, entre la floresta acuática del oleaje, virginidades absurdas como trajes de primera comunión, en cuya arena pretendimos dibujar silencios con nombre de mujer, en que abrazamos el suspiro último del sol poniente como hicimos con el del abuelo perdido en el poniente de tubos y goteos del hospital, en que manos ajenas decidieron iniciar la navegación de nuestras vidas con la maestría de recortable de aquel barco de pescadores que ofendía la simetría marina del atardecer...

Pero olvidamos, en demasiadas ocasiones, que toda playa tiene un cielo que la acuna y, de vez en cuando, deberíamos alzar la vista a su majestuosidad de aguacero trotamundos. Sólo así, comprenderemos que lejos, donde el horizonte equivoca su destino bermejo, hay otras playas y otras personas que pasean el sendero voluble de su orilla. Personas con las que podríamos compartir el trago salado de la vida a borbotones. Personas que también contemplan, en otra playa, un cielo trufado de sueños y melancolías. Personas a las que, aun estando en otra playa, podríamos sentir que acariciamos/miramos/hablamos aquí, en la nuestra.
 
Yo, personalmente, doy gracias al chiringuito, a cuya sombra comprendí, algún atardecer, que no hay playa sin el vestido de cielo atardecido que la viste de princesa.

Así que, en estos tiempos de descalificaciones hacia los poderes establecidos, aplaudo la clarividencia de esos gobernantes que han decidido subir el chiringuito a la azotea. Sólo así podrán contemplar, sus clientes, el cielo y olvidar por un instante la marea que se marea a sus pies. Sólo así podrán encontrar la mirada de aquel otro que, tal vez en la otra punta del mundo, se asoma al horizonte buscando encontrar de frente nuestras pupilas perdidas en melancolía, para embadurnarlas de esperanza y vida... o viceversa.

lunes, 23 de diciembre de 2013

lujosa pobreza

De joven siempre insistía en no precisar más que llevar una existencia humilde, ausente de materiales que escondiesen lo defectuoso de mis días por entre la eficacia inerte de su tecnología punta. Derramaba, en conversaciones y pensamientos, el vino agrio de mi desencanto ante el consumismo feroz que hoy ya nos muerde sin dolor provocándonos éxtasis de lujuria azul, como los vampiros esos de las novelas y filmes de éxito. Me empeñaba en desbaratar el orgullo monetario del primer amigo que llegaba a la reunión haciendo alarde de su última y flamante compra. Lo hacía siempre con el sarcasmo acariciándome los labios y la insensibilidad hacia la felicidad ajena embarrándome el alma.

Hoy, ahora, cuando la edad muestra su dentadura de rabia caníbal, habito una ciudad que parece un recortable de miedo y hambre. Vivo rodeado de niños que tienen menos noticia de su infancia que los televidentes occidentales de la realidad que les rodea. Paseo entre escombros de vida y lodazales de polvo. Una vida humilde, lo que imaginaba cuando joven. Y, en los momentos en que el optimismo fornica con mi percepción del mundo, me digo que, al fin y al cabo, es un lujo poder ensuciarme los pies en el barro fragante de la pobreza, conocer esos otros mundos que habitan en este.

Tengo noticia, gracias a mis estúpidos brujuleos por "la red", del visionario negocio que han puesto en pie, en mitad de la nada africana, un puñado de personas de esas que gustamos de llamar emprendedoras. Resulta que en Sudáfrica, celebrando que el apartheid simuló migrar a otros latitudes, las cabezas pensantes de la mercadotecnia de una lujosa cadena hotelera han decidido ampliar su negocio con un nuevo establecimiento que recuerde que aún hay pobres negritos que, como los de la canción de Glutamato Ye-Yé, tienen hambre y frío. Y a la vista del éxito que, aseguran, está teniendo el novedoso alojamiento, pareciera que a los adinerados les agrada saberse tales a costa de otros. Me enredo y no explico: han inaugurado en Sudáfrica un complejo hotelero que simula ser una de esas barriadas en que se amanceban moscas, personas y animales que han pasado a ser de compañía a fuerza de cohabitar con la basura, el hambre, la miseria y las aguas fecales que no van a dar a la mar.

A la vista de las imágenes, los apartamentos de dicho hotel parecen estar puestos en pie con la ayuda de calaminas, pedazos de cartón, maderas mordidas por el húmedo paso del tiempo y ladrillos mutilados. Pero, advierten los dueños del tinglado, sólo es apariencia: en el interior de cada uno de estos apartamentos se acumulan con el desconcierto propio del exceso todas las comodidades físicas y tecnológicas que alguien acaudalado pudiese desear: pantallas de plasma, bañeras con hidromasaje, conexión wi-fi ilimitada, camas king-size almohadilladas por el sueño perenne de las plumas de oca, y en este plan. O sea, como que han escondido la yema fragante y nutritiva de un huevo delicioso tras el cascarón de gallina de corral recién defecada y recién parida. Un hotel de lujo disfrazado de miserable suburbio.

Hay quien se escandaliza, e incluso se piensa si abrir una campaña en change.org, o cosas de esas, para pedir el cierre definitivo de tan humillante establecimiento. Yo les digo que no se hagan drama y miren a su alrededor: jóvenes hembras recalculando los límites de su cuerpo entre despedazados pedazos de ropa que simulan haber vestido a 15 mendigos antes de acariciar la piel lúbrica y necia de aquellas que pretenden estar a la última (ropa de marca, claro); bares de extrarradio y aroma a nociva fritanga aderezando vinos servidos en cristal de bohemia; restaurantes caros en que los comensales pagan sólo por el placer de ser servidos platos vacíos y copas sin víscera (no invento, ocurre en un acaudalado país: los clientes se sientan a la mesa, hacen su pedido, y el camarero simula que les sirve lo solicitado, aunque nada deposite en los platos, pero lo hace con estilo, of course); onerosos perfumes que recuerdan los aromas más bravos de la vida campestre: olor a barro, cochiquera, desperdicio; pintura que redecora tu vehículo todo terreno como si hubiese transitado lodazales de bosque y miseria...

No pasa nada, al fin y al cabo, a la última está todo aquel que tenga capacidad para transformar la pobreza en un anuncio productor de suculentos réditos monetarios. Y sí, con sinceridad, les recomiendo con más empeño de lo que lo hacía el maestro Lou Reed, que se den un paseo por el lado salvaje de la vida, aquel en que los pobres son de verdad y te miran desde el hueco vacío de sus ojos asustados. Pueden comenzar alojándose en ese hotel de Sudáfrica, o perdiendo su empleo en una moderna España que mucho se precia de tirar la casa por la ventana en estas fiestas navideñas, o lanzándose ustedes mismos por la ventana de la casa de la que el banco propietario les reclama pago o inmediato deshaucio por haber perdido ese empleo que les permitía alimentar la hipoteca... al fin y al cabo, como en el amar, como en el comer, en el perder y empobrecerse todo es empezar.

Felices Fiestas y, recordando al maestro Berlanga, no estaría de más que las aprovecharan para sentar un pobre en su mesa... no hace falta viajar a Sudáfrica para deleitarse con el exótico aroma a sardina famélica y mosca insurrecta de la escasez, España ya no es tan different

sábado, 14 de diciembre de 2013

nos has nacido


Amaneces al invierno frío de este mundo despejando las dudas de un anochecer incauto, y tu voz desgarra los fulgores de estrellas que no se atreven a brillar para no asustar al cielo.

El hospital despereza el sudor de heridas y lamentos de un día perdido entre vendajes, sondas, goteos y suturas que no quieren decir su nombre. Y tú describes tu presencia con la metáfora quieta de tu llanto primero. Yo, aletargado por el cínico festival de luces agrias de la sala de partos, asisto a tu nacimiento. 

Surges de un naufragio de sangre y vísceras como pétalos de rosas que nunca germinaron espinas, reclamando tu pequeño espacio en un mundo que se precia de regalar a cada uno el suyo. Tu madre te regala el punzón incierto de un dolor de siglos con el que tú decides hacer celofanes de regalo y pajaritas de tiempo.

Afuera, los voceros del apocalipsis continúan su prédica huérfana de esperanza y podrida de futuros que no llegan. Yo, dentro, embadurnado de la asepsia azul cobalto del paritorio, asisto al apocalipsis de vida y milagro de tu nacimiento, hijo, mientras tu madre se desmadeja en arrumacos de lágrima y desvanecimientos de emoción que nadie ya, salvo tú, podrá reverdecer en el pasto breve de las pupilas.

Nos has nacido, hijo. Lo has logrado. Has estrechado tu osamenta de río para verterte en el caudal de miedo y ternura de nuestras vidas, aquí afuera, donde la luz, hoy, es milagro que abreva en tus labios de beso y latido. 

Y ya no somos más una mujer y un hombre porque, al rugir la alarma benévola de tu llanto, hemos acudido prestos al incendio de una nueva vida. 



martes, 3 de diciembre de 2013

perder el rumbo

No precisaba yo de GPS, mapa ilustrado o callejero virtual alguno para orientarme, si no con destreza, si al menos con soltura, por entre los vericuetos volubles, voluminosos y voluptuosos de su piel. Remaba la barcaza de tabaco y café de mi lengua con la justa inoperancia que la llevase a encallar en las profundidades de alcohol y alga fresca de su vientre. Caminaba el redoble mudo de mis dedos como botones intentando coserlo a la piel de tambor inaudito de sus pechos. Perdía el rumbo de reloj fraudulento de mi sexo en los rosales de espina amable y bosque recóndito del suyo. Corría, aceleraba, emprendía la huida inversa del orgasmo sólo para recuperar el aliento al borde de un camino que, para mí, suponía la famosa autopista hacia el cielo que los fieles de cualquier religión monoteísta imaginan en el ascetismo y la represión de aquellos sentidos que a mí me encantaba exacerbar, desordenar, desconcertar, extraviar para, llegada la calma chicha del intervalo amoroso, dar nuevo inicio a su pausado y premeditado recorrido. Nunca perdía el camino. Me orientaba cual extravagante explorador de latitudes ignotas sobre la cartografía de aroma y betún de su cuerpo dispuesto al vuelo... o al desplome, no sé bien.

Podía cambiar de ciudad, de territorio, de cuerpo, sin sufrir colapso alguno, encontrando de inmediato el camino, ése que me descubría el regato ebrio del sudor regando un pubis de verano, o aquel señalado por la erección afelpada y violenta de unos pezones de invierno. Sí, eran otras mujeres. Algunas, tampoco muchas, no se crean. Pero en todas me orientaba yo con la sagacidad felina de un animal hambriento de sacrificios como abrazos y de besos como dientes. Descorría cerrojos como encajes, violentaba cerraduras como brasiers y desmembraba candados de lycra sólo por penetrar el tierno hospedaje de bajura y miel en que descansar mis embates de ávida alimaña. Como en cada ciudad, aunque llegase a ella/s de noche, encontraba de seguro un lugar cómodo en que abrevar mi sueño.

Hace unos días (no sé cuántos, ya saben que escribo como vivo: con retraso), científicos de una universidad perdida en la perdición de avenida y miedo del territorio estadounidense, han encontrado el camino. No han visto la luz de La Fe, ni nada por el estilo, recuerden que hablo de científicos. Sólo ocurre que han tomado entre sus manos la brújula de los descubrimientos cuando ésta señalaba el Norte de alguna verdad inapelable, y han certificado que los recovecos en que se pierden nuestros pensamientos y buenas acciones al recorrer el laberinto terco del cerebro son los que logran que las personas actuemos de determinada manera. En concreto, aseguran que tales recovecos, en el hombre, están plagados de ampulosas esquinas que les obligan a caminar sin perder en ningún momento el sentido de la orientación. Las mujeres, por contra, atesoran un cerebro de floresta y selva recorrido por sinuosos meandros de rivera amazónica. Meandros calmos en que no hace falta más orientación que mirar a un lado y otro del recorrido, por no perder de vista la orilla. Claro que, la mujer, a pesar de su preferencia por recorridos de sosiego y paseo, tiene la virtud de mantener en la memoria cada uno de los recodos en que caracolea el caudal que ha decidido surcar su velero de inteligencia, cabello y aroma. O sea: que los hombres se orientan mejor pero las mujeres tienen superior memoria.

Pues tampoco han llegado, en esta ocasión, muy lejos los científicos del otro lado del charco. Ya pude comprobar yo sus aseveraciones hace tiempo. Como decía al inicio: me orientaba sin más brújula que las manecillas locas de mis manos, la hoguera sudorosa de mis labios, sobre dunas de piel tumultuosa y barrancos de beso vertical. Es sólo ahora, cuando la edad juega a desordenar el pasado, que aquellas batallas del amor se me tornan palimpsesto abarrotado de pieles femeninas, más oscuras unas menos rugosas otras deliciosas todas a las que, lamentablemente, en no pocas ocasiones, no logro poner rostro. Seguramente ellas recuerden el torpe bostezo de fiebre que cincelaba el orgasmo en el más imbécil de mis rostros, y yo no haya hecho más que perder el camino, a pesar de lo que dicen los científicos. Porque a pesar de que considero que el rumbo de mi dermis siempre ha sido firme quizás haya perdido, por el camino, entre otras muchas cosas, la poesía cruel de la sonrisa y el gesto.

Sí, yo conservo recuerdos, pero ellas conservan la memoria. O, como decía el poeta: "el rumbo de tus sueños coincide con mis pesadillas".

jueves, 21 de noviembre de 2013

el Arte mata


lo lamento, no hay fotos, google gmail y su p. madre se me rebelan... quedan los textos

Me sorprende, de nuevo, eso que llaman "la prensa", con una noticia, cuanto menos, inquietante. Resulta que una docta pianista enfrenta una posible pena de 7 años y medio de cárcel (ese conglomerado de rejas sin sentido tras las que pululan vidas adocenadas en ausencia de ídem) por realizar su trabajo (sí, he de insistir: el Arte también es un trabajo, ni con veleidades de creadores poetas nos libramos de tal lacra) durante 40 horas semanales (menos de las que deseasen los patrones) y contaminar acústicamente la vida de una sufrida vecina de corredor y aroma a puchero rancio y por favor no me podrías dejar un par de huevos que se me han terminado (más en estos tiempos que corren, cuando más bien desearían descansar eternamente).

La vecina alega sufrir trastornos psíquicos debido al volumen con que la pianista aporrea su instrumento de delicadeza y temblor. Exceso de decibelios en los dedos de la pianista y en la psique maltratada de la sufrida vecina. Horrible es el ruido, cierto, no seré yo quien lo niegue. Afortunados somos de gozar de un sistema judicial que hace honor al origen de su nombre: justicia.

Recién inauguro, de nuevo, las calles de un Madrid abandonado a los rescoldos de la basura rescatada del despido colectivo y la cacofonía ebria de las alcantarillas. Recién he aterrizado en una ciudad sin nombre que, hace tiempo, un día ya lejano, me enseñaron a pronunciar con Z final para reivindicar su gesta de revuelta cultural de recién nacido amoratado. Luces navideñas que esperan el escopetazo inicial que anuncie la apertura de la veda consumista, dejando descalabrado, descerebrado y sin vida inteligente a más de un incauto transeúnte. Y a la vereda satinada de las tiendas de supuesto lujo y los restaurantes de postín, jaurías de ciudadanos abigarrados de celebración inconsciente y brebaje bien dispuesto, brindan y festejan en alta voz y desmesurado griterío incognoscible las bondades que el buen Baco quisiese ofrendarnos hace ya siglos, mundos, vidas. Los perros pasean a sus amos y se escandalizan con esa sensibilidad canina de la que carecen aquellos que se creen con suficiente raciocinio como para convertirlos en "animales de compañía". Venerables ancianas de falda plisada y sonrisa erecta ajustan el volumen del aparatito que les permite escuchar los cariños falsos de sus nietos en busca de aguinaldo. Operarios de la limpieza ciudadana inician la recogida mugrienta de basuras y ramas de árbol suicidadas antes de tiempo, armados de instrumental tecnológico que, por tecnológico, justamente, no se ha terminado de desprender de su caudal de ruido: sí, ahora no se limpia las calles a escoba, se usan herramientas que a no pocos nos recuerdan aquella película de serie Z que anegó en pesadillas nuestros sueños: La Matanza de Texas, creo recordar. Es bueno, eficiente, limpia más rápido, menos operarios barriendo las calles, menos salario desperdiciado entre los desperdicios de aquellos que nos limpian el culo.

Paseo las calles más in de una ciudad en ruinas de miradas y paseos que no saben si van a dar a la mar (que es la muerte, por si alguno no cogió, cuando niño, la metáfora de Manrique). En su asfalto refulge la luz vomitada por las galerías de arte en que han decidido convertir los centros de mercadeo y avaricia en que dicen vendernos la felicidad. La luz no es tan molesta como la polifonía ebria con que los altavoces, desde su interior, vomitan música inerte y ofertas de mucha enjundia. Vibra el enladrillado. Los transeúntes sonríen y miran las ofertas, toman nota mental de los regalos de Reyes con que agasajarán a las personas amadas.

Regresan a casa, supongo, a preparar cenas y viandas en que el tropel de exabruptos de la festividad que nada festeja inundará en decibelios las noches de la capital. La vecina pasará, pasada la medianoche, a invitar una copita de champán y un pedazo de turrón del duro, y el griterío traspasará el umbral de la vivienda ajena entre abrazos y risas que quieren desencajar el enladrillado monótono del edificio y el alicatado grisáceo del cielo. Después chispas, petardos, cohetes, tan hispanos, tan de aquí, vaciando de coherencia las mentes y los burbujeantes vasos de los festejantes. Ruido. Ruido navideño, como el de Semana Santa al paso de los pasos de las doloridas figuras de escayola de un pasado sin memoria, como el de las Fallas levantinas falladas de sobriedad y sueño, como el de las tamborradas aragonesas en que criasen su ausencia de oído Goya, Buñuel, y más de un vecino calificado en otros lares de corto, desnutrido, tal vez deficiente.

Somos un país de ruido y mugre, un espantajo de celebraciones futboleras hasta las mil de la madrugada y mañana no es preciso que vengas a trabajar, que tu jefe celebraba contigo la victoria de "la roja". Somos un lodazal de miedo y voces vacías ante la injusticia que no nos atañe porque no nos zarpa el bolsillo de moneda y relevancia en que pretendemos poner a resguardo nuestros caudales.

¿Y el Arte?, ¿dónde queda? Siempre a la orilla del cierzo remoto que nunca nos revolverá el cabello de los pensamientos y el alma. El Arte es molesto cuando lo es: porque hace ruido, porque es molesto, porque no se adapta a la caliginosa floritura de oquedad de unas vidas que pretendemos rellenar de confetti y fiesta. Celebremos pues, y la pianista... ¡que cumpla condena por arañar con las cuerdas de su piano inútil la costosa tapicería del sueño de su vecina!

martes, 12 de noviembre de 2013

tenían nombre

Conversábamos, de jóvenes, al albur del flirteo y la desmedida gana de sexo que disfrazábamos de curiosidad, sobre el origen de nuestros nombres. Quiero decir que pretendíamos, al desbrozar el esbozo imbécil de nuestros labios, alabar las bondades etimológicas de nombres como Inma, Esther, Nuria o María. Nuestras posibles presas, o sea. Y alabábamos a los padres de Esther el buen gusto judaico al bautizar el nacimiento de su pequeña hija con apelativo biblíco que siempre despertaba en nosotros, jóvenes embriones de moderada acracia, unos deseos más antiguos que el del más anciano escriba que tallase los textos bíblicos. O soñábamos con que María tornase por un breve instante la Magdala de el nuevo Testamento, agasajando el martirio inocente de su predecesora.

Nos tildaban, progenitores, profesores, confesores y ancianos de paseo calma y obra reconducida, de inconscientes, majaderos o, simplemente, demasiado jóvenes. Pueda ser. Al fin y al cabo, aún, a pesar de los veleros de arruga y cansancio que surcan mi rostro, proclamo sentirme, aún, incluso, joven.

Que vivimos tiempos convulsos, extraños, ya comienzo a cansarme de decirlo, más incluso que mis escasos lectores. Pero así es, y a la trifulca vacía de la paraplejía revolucionaria en que estallan las redes sociales, siguen las líneas vacías de la Historia que nadie desea leer. Porque leer, permítanme recordarlo, es tomar partido, posición, ocupar el lugar de la acción... aunque sólo sea mentalmente. Por desgracia, sin poder tomar más partido que este puñado de palabras como dagas que a nadie van a asesinar, leo acerca de un artista ruso que ha decidido pasar a la acción y tornar en sórdida protesta la indignación general que generalmente se escabulle de la noticia y se esconde en el plato de sopa fría de la cena del oprimido. Por resumir: el supuesto artista apareció desnudo en mitad de la Plaza Roja de Moscú, ataviado sólo con un martillo y un afilado y descomunal clavo que (disculpen los sensibles) atravesó sus testículos hasta, ayudado por la fuerza motriz que sus brazos imprimieron al citado martillo, dejarlos adheridos a los adoquines de la monumental e histórica glorieta. Luego, tras hora y media contemplando su desvanecido miembro viril y el contenedor de sus esencias magullados y clavados al pavimento, aseguró ser metáfora de la inoperancia moscovita ante los desmanes del Gobierno. Clavó sus testículos al memorable pavimento.

Creo que al citado personaje le espera, a la salida del hospital en que intentan remendarle su descosido de rabia y sexo mutilado, un oscuro y sórdido psiquiátrico. 

Al contrario que a un ciudadano español que, menos espectacular y, quizás, más práctico, ha decidido enfrentar los desmanes de can feroz y asesino del actual Gobierno hispano iniciando una huelga de hambre de la que (tiempos modernos) nadie desea hablar. Perdón, algunos sí: el puñado de humanos que ha decido deshumanizar su cuerpo al ritmo de las reivindicaciones del joven español, en pleno centro mediático madrileño, Puerta del Sol, que inició su paseo hacia el hambre ausente de romanticismo pero cargado de barroco desprecio al desprecio que los gobernantes otorgan a todos aquellos que les mantienen bien alimentados. Ahora no está solo pero, a punto de cumplir el mes desde que dió inicio a su (sí, digámoslo) heroica gesta, acabará, de seguro, en uno de los pocos hospitales que aún deciden seguir velando por los ciudadanos en virtud de su condición de tales en vez de en lo abultado de su talonario.

Un artista ruso que visitará el psiquiátrico. Un estudiante español que escupirá su postrera bilis de hambre y rabia a las puertas de un hospital público. Y, mientras, nosotros, los adalides del exabrupto enmascarado y la queja de barra de bar de extrarradio, ni siquiera podremos asomarnos a la acequia sucia de sus vidas porque la prensa oficial (que es toda) ha logrado ya extirparlos, antes de tiempo, del árbol necio y podrido de la Historia. 

Quedan los nombres, y pienso que quizás, de jóvenes, cuando jugábamos a amar a nuestras mujeres (que aún no lo eran) lamiendo un refresco de imaginadas humedades con la vocalización fatal de las letras que componían sus nombres, sólo anticipábamos el final de la Historia: no nos importaban sus nombres ni sus personas, sólo la flor latente y fulgente de sus sexos que, ¡ay!, nunca libaríamos con nuestros labios de verborrea y vacío.

Ellas regresaban a la covacha fraterna de la familia recién cenada, para descubrir que aún había personas que pronunciaban sus nombres desflorando la flor del cariño y la protección. Atrás quedaba la jauría ebria de la adolescencia adocenada en ansias de carne. Sus familiares eran, al fin, los únicos que no olvidaban, en ningún momento, el motivo que les había llevado a rubricar sus figuras púberes con un puñado de letras que a nosotros sólo se nos antojaban sílabas con que seducir y olvidar. Pienso que los padres de las chicas, al fin, recordarían sus nombres hasta el final de sus días. Igual los familiares y amigos de Piotr Pavlenski y Jorge Arzuaga, estoy seguro. Tal vez sean ellos quienes conserven para siempre el memorable memorándum de unos nombres que nunca pasarán a la Historia.

lunes, 4 de noviembre de 2013

la buena educación

Arrecian opiniones de padres recién nacidos, ante el recién acontecido nacimiento de sus vástagos, de la dificultad de criar (es bueno, desde el inicio reconocen animal a su hijo) a un niño, en estos tiempos que corren. No seré yo quien venga a llevar la contraria a tan esforzados educadores. Más me vale, ante la que se me avecina. Opiniones a favor y en contra del castigo, más o menos violento, contra los niños que deciden hacer de su desobediencia bandera que pasear por el puerto pirata del hogar.

Advierto de antemano: no se ejerció violencia alguna sobre un servidor, cuando infante, como consecuencia de sus numerosos dislates y tropelías. Pero jamás olvidará en el cuarto de limpieza del hotel barato de su memoria, la forma en que mi madre pretendía prevenir uno de los primeros vicios que me conozco: morderme las uñas. Con saña, violencia casi, hasta exponer en carne viva el espectáculo rosa y tiznado en sangre de mis dedos como alcachofas. Creo que a eso se debe el que escriba frases tan largas: con unos dedos tan gruesos es fácil equivocar la tecla y, cuantos menos "puntos" en el texto, más sencillo su trazado, al menos para mí. Al caso: mi madre cogía una de esas guindillas cuyo fuego de infierno doméstico ahora tanto disfruto (para acompañar un buen cocido madrileño, por ejemplo) y la restregaba por la frontera en que mis uñas comenzaban a perder terreno ante el adversario inexplicable de mi dentadura. Sí, mi madre me untaba los dedos en guindilla (chile, ají, etc.: gloria de la diversidad lingüística), para ahorrarme ese feo vicio de morderme las uñas.

Ya digo: educar a un hijo no es tarea fácil, y dudo dónde se halla la dúctil frontera entre educación y castigo. Pero hay otros padres que también tienen problemas a la hora de educar a quienes consideran sus hijos. Me refiero a los leguleyos del orden, los adalides del progreso, los guardianos del todopoderoso papel moneda, los cancerberos de la sociedad del bienestar.

Leo, estos días, en la prensa, que el Gobierno Español ha decidido engalanar las férreas vallas que separan lo que consideran tierra española (Melilla) de aquel otro lugar donde las fieras atacan y el salvajismo es patente de corso (Marruecos), con afiladas cuchillas que convencerán a cualquier candidato subsahariano a rozar con los dedos la gloria de Occidente, de que si lo intenta acabrá perdiéndolos (los dedos) en esa sucia corona de cuchillas de filo certero y traidor. No entraré ahora en el dislate de reclamar el Peñón de Gibraltar mientras se pretende mantener bajo el manto católico de la sacrosanta península ibérica un pedazo de tierra que habita en África. Sólo pretendo entender los mecanismos inframentales que llevan a nuestros gobernantes a considerarse aún padres, ya no sólo de los que, vía migración ilegal, pretenden huir los excesos de hambre y enfermedad de sus países esquilmados, si no, también, de aquellos que, dicen, les han otorgado en las urnas el poder absoluto para hacer lo que les venga en gana con tal de preservarles (a sus votantes, y al resto) de los males de este mundo.

Está bien, nuestros gobernantes son nuestros nuevos padres. No somos pocos los que, desde la distancia, añoramos a los verdaderso, los biológicos. Así que no está de más saber que nuestro futuro anda dulcemente arrullado por las nanas perversas de aquellos que detentan el poder gubernamental. Gracias, desde aquí. Gracias, por advertirnos de la mordida de cáncer y sueño eterno del tabaco, gracias por rescatar nuestra cordura al filo de la cuneta en que yacerían nuestros cuerpos de no establecer económicos límites de velocidad, gracias por recordarnos que hay un Dios Eterno que, desde los cielos, contempla nuestras acciones para mejor juzgarlas cuando el reloj pierda las manecillas, gracias por recomendarnos redoblar nuestros esfuerzos laborales en aras de un mejor desarrollo económico del común de los nacionales, gracias, en fin, por mostrarnos el rostro malencarado vicioso lobuno y salvaje del extranjero, sobre todo si es negro.

Decía, al inicio, que nunca ejercieron sobre mí violencia alguna los hacedores de mis días. Sí, mi madre me untaba guindilla en los dedos. Pero lo hacía por mi bien. A día de hoy, continúo mordisqueando mis garras de niño maleducado cuando no tengo algo mejor que masticar (dígase un chuletón, una vulva o un hielo fermentado en güisqui). Malas costumbres que me hacen aparentar asilvestrado y poco digno de elogio en las reuniones de la amistad y la extrañeza. Me pregunto si no hubiese sido  mejor que mi madre hubiese incrustado cuchillas, como hacían (dicen) los milicianos del Vietcom a sus rehenes de guerra, como hace el Gobierno Español a todos aquellos que tuvieron el infortunio de nacer en una tierra esquilmada, a la mayor gloria de nuestro sacrosanto estado del bienestar, y se esfuerzan por retorcer en línea recta el trazado diabólico de sus vidas.

Sólo me queda claro que, si pretendes convivir en sociedad, debes portar unas manos limpias y bien delineadas. Nada de un horizonte fracasado surcando la uña malcomida, ni un desastre de huellas dactilares derrotadas en un sufragio de herida y sangre.

lunes, 28 de octubre de 2013

Balada urgente para Lou

No hace muchos años. Santiago de Compostela se convertía, por fin, para mí y un selecto puñado de colegas de correrías, en punto imprescindible de peregrinaje vital. Nada que ver con santos de postal turística o caminatas desproporcionadas al albur de los eslóganes publicitarios. Algo así como Conciertos del Milenio o su puta madre, no recuerdo. El caso es que habían proporcionado un nombre de mucha apariencia y no poca oquedad para celebrar alguna efeméride, tal vez religiosa para bendecir la osamenta perdida de aquel santo que nunca pisó tierras galegas, a un conjunto de recitales que prometían ofrecer figuras de alto relumbrón dentro del oropel rockandrollero. Entre ellos, el inconmensurable David Bowie.

Tuve que reprimir el desmayo al conocer que, al fin, podría contemplar al Gran Ziggy Stardust. Pero no pude evitarlo el día que supe que Bowie no haría acto de presencia en Santiago debido a un incidente que le había lesionado, imposibilitándole actuar aquel día. Por lo visto, uno de los asistentes a su último concierto había dañado la pupila asimétrica del cantante con algún objeto punzante. Deseé el fallecimiento pausado y doloroso del agresor...aún desconozco si la Divina providencia cumplió mi anhelo. La organización del evento, con rapidez indigna de la indigna piel de toro, anunció que un músico a la altura del Gran Camaleón actuaría en su lugar la noche prevista. Lou Reed, nos dijimos, unos a otros, entre los amigos. Si quieren alguien a la altura no puede ser otro que Reed. Y...benditos augures fuimos: ¡Lou Reed deleitaría a la audiencia en Santiago!

Lou Reed y David Bowie, cortesía de "la red"
La noche antes de partir hacia Galicia, estuvimos, una vez más, esperando al hombre. Necesitábamos avituallarnos de rica hierba y delicioso hachís escanciado directamente por las manos de los campesinos del Rif, culero, of course, nada de avecrem. Como tantas noches, años antes, cuando el mapa pintarrajeado de la juventud transformaba la búsqueda de sustancias prohibidas en más prohibida y enervante que las propias sustancias. Aquellas madrugadas en que la música agria de Lou Reed era nuestro único consuelo para el hecho de acabar durmiéndolas, con la cabeza a punto de estallar, solos y desnudos, hastiados del aroma a café recién hecho que reventaba la cocina familiar, aburridos de masturbaciones que en nada solucionaban nuestro hambre de hembra. Pinchábamos el New York y anhelábamos marcharnos lejos, a esa ciudad donde los pecados no pretenden esconderse de festividad y moderneo cartón piedra. Regresábamos al Berlin y ahogábamos en sollozo aquellos sollozos niños que abismaban en negro dolor y hastiado escombro los surcos de un vinilo que, sí, lo sé, mucho lo han dicho, pero lo repito: contiene la más trágica historia de la Historia del Rock and Roll. Desgarrábamos a tiras la piel de cuero de esa Venus in Furs que nos hacía soñar con excesos que nunca conoceríamos más que a través de las letras de Sacher-Masoch y las afiladas guitarras de una sucia orquesta cósmica cuya memoria ya casi se pudría en los vericuetos del olvido generacional. Contemplábamos, una vez más, la mirada desperdiciada de los yonquies del barrio, y comprendíamos su desvarío de vida caduca al escuchar Heroin. Deseábamos salir, de nuevo, a surcar la pleamar maloliente de la ciudad en vela, y pasear su lado salvaje...tan inocentes, tan pueriles, sí, nos drogábamos, como el viejo Lou...o al menos eso pretendíamos.

Arribamos a la costa inversa compostelana en una mañana desperdigada de chubascos y alucinada de meigas durmientes. Fumamos mucho, demasiado. Esa fue la excusa para no poder despegar los labios durante las dos horas aproximadas en que el mago demiurgo de la Gran Manzana decidió hechizarnos con la resonancia pulcra y servil de una guitarra que parecía haber germinado aquella misma noche de entre las raíces como venas que avivaban las manos de su dueño. Después tú, recién llegada de un mundo ajeno, de un Marruecos que comenzaba a despertar a la vida del libre pensamiento y el acomodaticio consumo, me conminabas para regresar al coche. Te había aburrido aquel viejo de voz gastada y piel labrada con los cinceles del desprecio y la desesperación.

Regresamos, pues, al auto, solos tú y yo, e hicimos el amor con el abandono que provoca el hachís y la hemiplejía de juguete de la ausencia de alimento. La gente pasaba junto al coche tarareando Sweet Jane, y yo descubría que tú eras aún más dulce que la antiheroína de la canción del buen Lou. Después entretuvimos la llegada del amanecer entretejiendo historias falsas, y yo te conté cómo, de jóvenes, nos drogábamos, sólo para salir de nosotros mismos, para habitar un mundo en que la música era considerada como una de las Bellas Artes y el Arte Moderno se evidenciaba el pastiche mercantil que la actualidad nos ha desvelado. No te gustó Lou Reed, ni su música, pero comprendiste que era importante para la Humanidad que ese tipo malencarado continuase empuñando aquella guitarra como un pelotón de Ángeles del Infierno. Por eso me dejaste fumar otro porro, a pesar de mi ya patente ebriedad cannábica. Por eso, o porque en tu tierra no hay que esperar al hombre en la oscuridad fragante de orines de la esquina más perdida de la más perdida calleja suburbana, y no pocos se drogan con la habitualidad de lo inocuo. En cualquier caso sé que tú, ángel sin igual, siempre has velado mis sueños y pesadillas, y hoy, a pesar de la distancia, siento la humedad salvaje de tus labios de flor y escarcha mientras me invitas a encender otro petardo. Porque hoy, a pesar de que estás lejos, sabes que Lou ha marchado, y me susurras, desde la caverna breve y fiera de la distancia, que aún me queda su música, tu amor...y un breve puñado de hierba.

Porque el verdadero paseo por el lado salvaje, cuando llega, no tiene vuelta atrás: celebremos que estamos vivos.

sábado, 19 de octubre de 2013

repugnancia nacional

Revuelte en los medios oficiales, estos días, por las palabras pronunciadas por el siempre sutil (aunque lo nieguen) Albert Plá, días antes de eyacular uno de sus lúbricos (por lo goloso) recitales, en Gijón (creo, no me sigan al pie de la letra, son altas horas de la mañana y altas cotas de la ingesta alcohólica). Para no andarnos con rodeos, reproduzco parte del discurso del bardo catalán: "A mí siempre me ha dado asco ser español". Le siguieron otras perlas igual o más ingeniosas, que los adalides de la patria unida, una y única no digirieron bien con el garrafón de hierbas y el chupito de insania que procede tras el cocido montañés propio de aquellas tierras. Pero me quedo con esas, que son las que han conllevado la cancelación de su concierto, y la renovada publicidad para las máximas que Plá siempre ha defendido, acordes con la cordura mental en tiempos de todo se arregla con una dosis de toros fútbol y defensa de la ñ.

No hay nada sorpresivo en la actitud del cantante, al contrario, ya digo, sigue los dictados de su independencia moral y mental (más quisieran muchos poder hacer gala de tan funestas virtudes). Lo que reclama la atención de un servidor (y no somos legión, pero no soy el único) es la reacción del "público". De inmediato se ha decidido exiliar la voz de juguete y mimbre de Plá al más abosoluto de los anonimatos, porque a la cárcel, de momento, por hacer uso de la tan cacareada libertad de expresión, no pueden exiliarle (insisto: de momento)

Vengo de una noche de excesos solitarios, masturbaciones comunitarias (a buen entendedor...) y goces efímeros que incluyen el visionado de Crossfire Hurricane, el enésimo documento sobre la vida y milagros de esos  humanos epilépticos de furia y marchitos de aburrimiento que dieron en juntarse bajo el nombre de The Rolling Stones. Resulta que, en una de las secciones Históricas (sí, con mayúscula) en que se divide el documental, asistimos a la fiera reacción de los fans del grupo ante el inminente ingreso en prisión de Keith Richards, acusado por las autoridades de la moral y el hueco por consumo de estupefacientes (así los llaman, yo no tengo la culpa). El caso es que abarrotaron cruces de caminos, transversalidades públicas y incomunicativos medios, de los llamados de comunicación, miles de seguidores de las batallas rítmicas de aquel grupo que hizo historia y continúa empeñado en escribirla, para reclamar la puesta en libertad del libérrimo guitarrista.

Defendían, creo suponer, las multitudes, que el consumo de drogas formaba parte de ese sector de la sociedad que la sociedad se empeñaba en esconder. ¿Qué sería de los Stones sin el alucinante viaje en el jet privado de los alucinógenos? Bien conocemos todos la respuesta, que suena a matemáticas, esto es: = 0

Albert Plá, cortesía de "la red"

Y es hoy que pueblan las redes y los servicios sociales de la soledad y el descrédito (léase "redes sociales") miríadas de voces que se declaran asquedas con una forma de ser y sentirse español que nada añade a la moneda de basura y cinismo que en forma de euro merodea por nuestros comercios y vidas, indignadas por el exabrupto infantil de un cantor que sólo ha pretendido siempre vivir de su libertad de pensamiento (y que, a costa de ella, ha hecho buenos aguinaldos), que la reacción es pusilánime, cuando no funesta. 

Sí, lo de los Stones...es sólo rock and roll...pero, a muchos, nos gusta. Pero...¿y lo de Plá? Creo, también, que se trata sólo de rock and roll, pero no me gusta. Me refiero a las reacciones pugilísticas y contendientes...el rock and roll de Plá mucho me agrada. Y el cantante catalán ha de ver cómo merman sus ingresoso al albur de soflamas imperialistas que aún pretenden reverdecer los viejos laureles de aquella infamia de la que aún, muchos, parecen ser, o declarase, orgullosamente deudores...ya saben, aquel: en España no se pone el Sol. Pero, siento recordárselo: en España, hoy, el Sol de los '70 y las nudistas noruegas ha decidido exiliarse en busca de nuevos territorios. Como los cientos de brillantes estudiantes que no ven el momento de hincar el diente al bocata de sardinas que no hay en Bolivia, por ejemplo.

Para aquellos que teman por el desmembramiento de España y la ausencia de réditos que produce la defensa de un sistema que se perpetúa en rancios amasijos de creencias honorables muy distantes de los dictados depravados del rock and roll...anden calmos, porque aman a España y el amor, ya lo cantaba el mismo Plá, en aquella memorable Carta al Rey Melchor, mueve montañas:

Sería mentirle si digo que tengo respeto por la monarquía,
siempre me he cagado en las dinastías y en las patrias putas, las banderas sucias,
los reinos de mierda y la sangre azul, pero mi majestad,
ahora es el real decreto del corazón, mi majestad,
que me arrastra y hace que reniegue, por amor, mi majestad,
pues la fe mueve montañas y el amor remueve el alma 


El buen personaje de la canción justificaba su amor por la Princesa y hoy, bien lo sabemos, las princesas quieren ser de extrarradio, muy de andar por casa, campechanas y alicatadas de latrocinios patrióticos a mayor gloria del exceso...es sólo rock and roll...pero nos gusta.

miércoles, 9 de octubre de 2013

el lúbrico placer de la costumbre

Ha causado escaso revuelo la información surgida hace unos días en el epicentro de lo que algunos consideran epicentro del mundo occidental, en el corazón de esa Gran Manzana asediada por gusanos voraces de plasma y moneda. A pesar de la breve repercusión, a un servidor la noticia lo ha dejado pensativo. Explico: la Alcaldía de la ciudad de Nueva York ha autorizado que se realicen públicamente unas peculiares felaciones...así como lo leen.

Es tradición judía, desde inmemoriales tiempos (tanto o más que aquellos a que hacen referencia las leyendas de sexo y violencia, sexo violento y violencia sexual que recoge la Biblia, ese precoz volumen de relatos para no dormir), el que un rabino hebreo proceda a succionar el pene de un recién nacido para mayor gloria de Jehová y más amplia tranquilidad de los progenitores del menor por hallarse éste ya, de tal manera, bendecido. Para más INRI (perdón, mezclo religiones), la citada felación se lleva a cabo tras el ritual de la circuncisión que se practica al bebé al poco tiempo de nacer, como también hacen los musulmanes (cortar el prepucio, no succionar el glande, es lo que tiene mezclar religiones). Parece ser que dicha ceremonia se contempla en el Talmud, que es libro al que todos los nacidos bajo la fe de Israel ofrecen reverencial respeto. Curiosamente, el citado volumen, recoge tradiciones orales. Tal vez de ahí la oralidad del rito que venimos comentando.

El caso es que el hecho, que no debería revestir mayor importancia de la que lo hacen otras prácticas sexuales de similar calibre, ha sido estigmatizado durante años debido a los riesgos que esta mezcla de fluidos acarrea, especialmente para el recién nacido (se han documentado al menos dos casos de fallecimiento por contagio de herpes que en la boca del clérigo sionista apenas afeaba su barbada sonrisa pero en el bebé supuso la inflamación del tejido cerebral y su posterior deceso). Lógicamente, los fieles hebreos contemplan la lucha contra esta práctica como una nueva manipulación de las hordas nazis para lograr su extinción y, tras no pocos enfrentamientos legales, han logrado que el Alcalde de la Ciudad del 11S otorgue patente de corso a los rabinos ultraortodoxos y autorice esta fellatio sefardí.

Desde hace algunos días ando sumergido a pulmón y sin respiración artificial, en el nuevo álbum de Andrés Calamaro, de nombre Bohemio. Destripada la guardarropía solemne del mejor compendio de acordes eléctricos que diesen a luz los músicos estadounidenses, el bardo argentino se engalana con los retazos de telas sónicas que sobreviven a la barbarie para regalarnos una breve pero intensa colección de canciones.

Andrés Calamaro, cortesía de "la red"
Amor, dolor, sufrir, pesar, excesos, besos y huesos pintados de carmín, es lo que asoma de continuo a cada una de las 10 deliciosas composiciones que componen Bohemio. Andrés, antaño amigo del exceso y la desmedida abolición de las medidas, se destapa de repente con un recoleto conjunto de piezas mínimas en su minutaje, pero inagotables e inasibles en el vendaval de sensaciones que muestran u ocultan con mayor o menor poesía de esa que gustamos de paladear no pocos: poesía cotidiana de la ausencia fotografiada y el daño cincelado, la melancolía autoimpuesta y la ebriedad pausadamente calculada. No han sido pocos, nuevamente, quienes han criticado al músico argentino por no ofrecer el reverso drogadicto y excesivo de esa moneda que le habita el rostro. Tal vez los mismos que antaño le criticaban la desmesura musical y filosófica de aquel paquete de 5 CDs nombrado El Salmón, en homenaje al único pez que no gusta de seguir la corriente. Claro, las críticas (las de ahora y las de antaño) ven la luz en España, país bien conocido por el carácter envidioso de no pocos de sus ciudadanos. Ahora, dicen, hay que criticarle porque no ha hecho nada nuevo. Extraño, pero es por eso que a mí me embriaga el nuevo trabajo de Andrés: porque es más de lo mismo, y uno siempre encuentra cierto placer en la costumbre. Salvo, tal vez, los envidiosos.

Sí, no se ofendan. Han de reconocer que decoran la piel de toro alambicados tatuajes que pregonan la pertenencia a una tribu más biblíca que la de los rabinos felatrices (disculpen el equívoco de géneros): la de los envidiosos. Tanto es así que incluso he leído críticas, días atrás, al Gobierno de Castilla La Mancha (o a su reptilina presidenta de sonrisa agria y peineta enhiesta), por regalar a aquellos funcionarios que acudiesen a un determinado Oficio Sagrado (de corte católico, of course) una dispensa laboral de hora y media. Que si volvemos a los tiempos de la Inquisición, que si se acabó aquello de la separación Iglesia Estado, que si recuperamos rancias costumbres. Envidia, ya digo, y más de un funcionario que derrama sus horas y esfuerzos en ventanillas públicas de otras comunidades autónomas ha deseado, por un instante, trabajar en Toledo y acudir a misa de 12.

Porque muchos somos los que abominamos de la religión pero va siendo hora, creo, de que comencemos a respetar a quienes la practican. ¿Por qué indignarse ante un funcionario que tiene horas libres para acudir a misa, un fanático seguidor de Andrés Calamaro, o un rabino que lame miembros viriles antes de que estos alcancen la edad en que se les considere tales? Al fin y al cabo, cada uno de los citados acuden a su religión en busca de satisfacción.

Quería, hoy, hablar del último trabajo de Andrés Calamaro, pero me voy por los Cerros de Úbeda, ya ven. Así que, por concluir: a todos aquellos que deseen seguir insistiendo en que su nuevo álbum no aporta nada nuevo, sólo puedo decirles que lo mismo ocurre con las religiones (todas) a las que tantos se acogen por el simple hecho de haber nacido en uno u otro país. Pero a nadie amarga un dulce, y más de uno cambiaría de opinión si descubriese el placer de ser acogido en el seno de una comunidad pública con una pausada felación y unas horas libres que poder dilapidar escuchando un breve puñado de canciones reciamente pegadizas.

viernes, 27 de septiembre de 2013

las afinidades selectivas

Leo por ahí, en algún sitio (ya ni me aclaro de qué es lo que leo), que el Rey de Suazilandia ha causado mediático revuelo al hacer público su futuro matrimonio con una jovencísima y arrebatadora finalista del certamen nacional de belleza Miss Patrimonio Nacional (doy fe, de su belleza. Si, ciertamente, es la que aparece en las fotos, a un servidor no le importaría ser Rey de Suazilandia). Se han arrebatado los policías de lo correcto y los ultradefensores de la Igualdad, al saber que ésta, de consumarse el cacareado matrimonio, será la esposa número quince del orondo y excesivo monarca (sí, sigo hablando guiado por lo que he visto: el soberano es soberanamente feo, al menos para mi gusto).

Me pregunto si el previsto contubernio de que vengo hablando no sería cosa de agradecer para los occidentales. Y me explico. Gracias a tan sexista y dictatorial maniobra aprendemos que Suazilandia existe, que aún guía sus frágiles destinos un monarca absolutista de nombre Mswati III (curioso, tiene número en letras romanas tras el nombre, como los Papas), que se trata de una de las naciones más maltratadas por el tsunami de la pobreza y el expolio, que el SIDA (VIH para los políglotas) es aún enfermedad muy de moda entre sus habitantes, y quizás lo más importante: Suazilandia es un pedazo de tierra que los antiguos corsarios de la realeza británica decidieron (nobleza obliga) dejar en manos del padre del actual monarca, y está situado entre Sudáfrica y Mozambique, en África, sí, ese continente que a nadie que no disponga de buen capital interesa.

Aunque me parezca casi ayer, fue ya hace tiempo que mis pies ensuciaron por vez primera la gloria enredada en arena y sonrisa de África, más concretamente Marruecos. Asistía a las celebraciones por el matrimonio de un buen amigo, en Tánger, ciudad inmortal. Tuve allí la fortuna de, una vez desenredado de la maroma suave y benévola del hachís, enredarme al cuello la afelpada soga del amor. Ella se abría paso entre chilabas y caftanes de colorido neón y remoloneo de gaviota ebria, y yo no podía ya buscar con la mirada nada más que el susurro fugaz de sus labios en acrobacia de conversación que yo no podía entender. Ella hablaba, con invitados y camareros, delineando en el ambiente cargado de jolgorio las dunas gramáticas del dariya que nunca pude llegar a aprender.

El tiempo pasó deprisa, y ante la inminencia de un nuevo matrimonio en que el verdugo sería ella y yo el dócil reo, llegaron a mi entendimiento opiniones, razonamientos, cosas, palabras que me aseguraban que, en Marruecos, podía tomar a más de una mujer como esposa. Claro, ellos veían en mí al extranjero y pensaban que lo abultado de mi pantalón sólo era fajo de billetes de euro. Nada más lejos de la realidad. Les hubiese sido más fácil comprender que el hecho de que nunca portase maleta y, en su lugar, adocenara mi espalda la chepa textil de una mochila de diseño barato, revelaba mi despreciable condición económica. Pero la pobreza no entiende de modas, y comprende sólo que la fronteras separan a los depauperados de los acaudalados.

Finalmente, pobreza obliga, tuve que desatender el ruego de numerosas, jóvenes y solícitas hembras de muy buen ver (como ya he sido lo suficientemente incorrecto en esta entrada, diré que sigo pensando que sólo les interesaba, de mí, ese pedazo de cartón informatizado que desdibuja mi frente con la maldita marca España). Pero al final, después de todo, lo que quiero decir es que, siguiendo los rumorosos ruegos de mi virilidad occidental, decidí unirme por siempre a la más bella de las africanas, en parte por africana, en parte por bella.

Pienso que el endiosado Mswati III, al fin y al cabo, ha visto muchas películas en grandes televisiones de esas que, de seguro, le regalan los distintos gobiernos occidentales que juegan al Monopoly con las avenidas vacías de la geografía africana. El orondo monarca tal vez sea sólo producto de esa mentalidad occidental que nos incita a hacernos con aquello que pensamos más nos ha de placer en el fulgor instantáneo del momento en que el deseo se hace ineludible compañero. No meditamos acerca de lo que supone desgajar, de la tierra que las alimenta, las raíces de gloria de una mujer, la historia de piedra y vidas sepultadas de un fósil, los retales de raigambre y sudor hembra de una alfombra hecha a mano, o incluso el exotismo de unos rasgos indígenas impresos en la superficie couché barato de una postal turística cualquiera (me pregunto si tuvieron algún beneficio económico tantos y tantos retratados en pedazos de cartón a los que decidimos imprimir el tartamudeo de tinta de nuestras emociones con la sola intención de que lleguen "a casa" y los que allí habitan se maravillen ante nuestro espíritu aventurero).

Y, para aventureros, las estrellas de Hollywood. Allá se fabrican, a diario, matrimonios más dictatoriales y rocambolescos que el de Mswati II (y él lo ve por televisión), al hilo de cuentas bancarias y prótesis milagrosas que hacen rejuvenecer a mujeres añosas y decrépitos actores. Cierto: no acumulan más de una pareja oficial a la par. Pero las cambian como quien cambia de muda interior ante la mudez que provoca en su compañera de cuarto la fotografía temblorosa de músculo caído y sonrisa quirúrgica que muestra el Don Juan hollywoodiense de turno. Pero está bien: son guapos, ricos, famosos, blancos y occidentales, aunque sean originarios de Massachusets y no tengamos la más mínima idea de dónde se ubica tal ente geográfico.

Fue Hollywood, o Broadway, o ambos (ya no recuerdo) quienes hicieron famosa aquella historia entre un adinerado horroroso y una delicada joven de belleza extrema. La Bella y la Bestia lo dieron en llamar, y se convirtió en quintaesencia del amor romántico. No seré yo quien arrebate a la real pareja suazilandesa el derecho a descubrir el verdadero amor, con el paso del tiempo.

viernes, 13 de septiembre de 2013

conciencia revolucionaria

Soñaba Oriente con un futuro libre de yugos y florido de libertades, hace no mucho, cuando aquel revuelo de indignaciones y esperanzas que dimos en llamar Primavera Árabe. Ciudadanos que acariciaban ya la quimera de poder actuar como tales, paseaban banderas como trapos y abrazos como hiedra que soñaba invadir de verde y luz las ancianas reliquias de un poder totalitario. Y aquí, en Occidente, animábamos, desde rotativos y charlas de café televisivo, a esa marea humana que podía llegar a ser, algún día, como nosotros. Y así fue: ellos impresionaron el reflejo desportillado en sangre y dolor de lo que nunca nosotros llegamos a ser, con nuestras manifestaciones de juguete y nuestras airadas proclamas cibernéticas.

Ahora, tiempo después, la realidad hace acto de presencia para recordarnos que cualquier tiempo pasado siempre fue mejor, que era más jugosa la esperanza de un arabismo laico y libre de tropelías dictatoriales que la realidad de un estado de alarma permanente en que distintas facciones de la misma realidad juegan a desbaratar el sueño y retomar el libre albedrío de las cadenas y los decretos.

Pero es aquí que aparece la desnortada línea editorial de un medio impreso hispano a recordarnos que no todos soñaban con la libertad de esos pueblos barbados, con el derecho a manifestar la asfixia que, en algunas, provoca el velo. Resulta que un diario mallorquín intitulado (novedoso e impactante, puro periodismo de investigación) Última Hora, agradece, a las recientes masacres ejecutadas en Egipto por las fuerzas del orden, el que las Islas Baleares verán brotar, cual medusas ebrias, en la arena rancia de sus playas, calcinadas espaldas de orondos turistas europeos que han decidido descubrir qué es eso del dolce far niente insular. O sea que, como en Egipto, la cosa está cruda, ya que viajeros alemanes, británicos y en ese plan, decidirán este año exponer la crudeza de su carne rosada al sol balear. Benditas masacres egipcias, Allah es grande, ya lo dijo el Profeta.

Mohammed Chukri, cortesía de la red
Aún recuerdo el estado de shock que me acometió tras culminar la agreste lectura del aguerrido El Pan Desnudo, del marroquí Mohammed Chukri. Me sorprendió, a demasiado temprana edad, descubrir que en los países árabes, además de mujeres veladas y hombres de mirada adusta y penetrante, serpenteaban alcantarillas y senderos de medina anochecida vicios esperpénticos, malsanas aficciones, invertebrados deseos. Quiero decir que Chukri hablaba (literalmente: Chukri escribía como hablaba) de pedofilia, abusos, drogas, degenerada violencia de género, náusea sartriana...todo un catálogo de perversiones que creíamos, (ególatras) los occidentales, propias de nuestras sociedades. Pero no. Resulta que al otro lado de esa húmeda lengua de 14 kilómetros que separa Europa de África, los humanos ensucian sus realidades más beatas con arrebatos de bofetón intempestivo y fornicación equívoca. Que el sexo no es sucio lo sabemos algunos, que la suciedad se la imprimimos los humanos lo intuyen un puñado más. Chukri expuso su sexo rugoso como corteza de árbol caído en las páginas que nos regaló a quienes, a este otro lado del mundo, el civilizado, creíamos aún en el compromiso social del artista. Que la literatura no ha de ser tropel de panfletos revolucionarios lo saben todos aquellos que no consideran obra de arte El Manifiesto Comunista ni el Mein Kampf. Porque no hablo de revindicar luchas menguadas ni batallitas de papel, me refiero a cumplimentar páginas como si tatuásemos la piel de una virgen con los versículos satánicos de la realidad. Nada más es necesario. Tan sólo ese mínimo esfuerzo supone el compromiso social de aquel que decide perder lo mejor de sus días encorvado frente a una pantalla que escupe dioptrías o un papel cuya blancura es la máxima expresión de la nada.

Igual que Chukri, Naguib Mahfuz que, aun Nobel y fallecido, no ha visto las páginas de su monumental Hijos de nuestro barrio, libremente circulando por las librerías de su país de origen. También exponía, en sus certeros párrafos, las llagas aún palpitantes de la sociedad egipcia y eso, las autoridades, no están dispuestas a permitirlo.

Cierto: en Occidente se puede escribir de lo que a uno le venga en gana. Ya se encarga el mercado editorial de que nunca pueda leerlo lector alguno.

Escribían estos autores sobre la vida vivida y sufrida de humanos que, como nosotros, despiertan cada día cansados, ojerosos y rezongones, sólo para poder anularse frente al computarizado vacío de la oficina con la esperanza de poder llegar a fin de mes. Bueno, es cierto, la mayoría de personajes de los autores citados no conocía más oficina que el tenderete de la Medina bajo cuya sombra se despachan los productos de básico consumo que consumen sus conciudadanos. Economía de subsistencia lo llaman, algunos. No sé qué pensarán que es la nuestra.

No lo sé, ya digo. Pero puedo imaginarlo. Nuestra economía juega a las matemáticas con la sangre de los desfavorecidos, aprende a sumar y restar al albur de las vidas humanas de aquellos que no consideramos humanos porque visten túnica, calzan taparrabos, rezan con el culo en pompa, o consumen drogas ilegales que los Gobiernos aún no han podido catalogar. Salvajes, les llamamos. Con razón, según algunos: tanta Primavera Árabe y lo único que querían era más sometimiento religioso, nada de libertad, la mujer sometida y violada...¡salvajes!...y además son casi negros...

Quizás no comprendimos a tiempo que aquellos revolucionarios árabes ya eran como nosotros, y lo único que deseaban era exportar la violencia a las calles de Occidente, para lograr que más turistas visitaran las Pirámides y solventasen los problemas económicos de numerosas familias. Les salió el tiro por la culata. En eso distan de nosotros que, sabedores de que la revolución sólo conduce a callejones sin salida, decidimos hacerla en facebook, twitter, o entradas de blog como esta.

Porque los occidentales, como sabemos que la literatura no ha de tener mayor contexto social del que tuviesen el Mein Kampf o El Manifiesto Comunista, decidimos utilizar ésta en los periódicos y abrir portada con: "La masacre en Egipto desviará a miles de turistas hacia Balears". Piénsenlo bien: ese titular sea tal vez más comprometido que cualquiera de las novelas de gran consumo que consumimos hoy día. Es, al fin, todo un pormenorizado estudio sociológico de estos tiempos que nos ha tocado vivir.

jueves, 29 de agosto de 2013

al rescate

No ha mucho que asistían, los españoles, entre aterrados e ilusionados, a las previsiones de que los cancilleres europeos decidiesen rescatar su país de nacimiento para lograr que la economía regresase a la senda del despilfarro y el latrocinio de guante blanco. ¡El rescate! Aquello sonaba a telefilme de bajo presupuesto, pero creánme, era alto el monto que precisaban los mercaderes europeos para sacar a flote el desastrado buque del ahorro español.

No llegó el famoso rescate. No, al menos, en la forma que muchos deseaban: una entelequia difuminada que nos transportaría de nuevo a la senda equívoca del buen vivir, del vivir bien, del estado del bienestar que tantos creyeron no sólo apreciable, sino también deseable.

Otros sí fueron rescatados. Aquellos cuyos dedos huéspedes de moneda y timbre (el que avisa al lacayo la hora a que debe estar servida la cena) habían visto mermadas esas ganancias tan bien merecidas por lograr poner en pie un entramado empresarial en que muchos otros lacayos podían ser explotados hasta la saciedad en nombre de la sacrosanta sociedad del bienestar (bienestar, ya saben: tener una televisión que desborde los límites del escueto salón, con muchos canales que hablen a la par de lo mismo; domar los tropecientos caballos que animan ese utilitario lujoso con que pasear el tedio por las avenidas más concurridas y ausentes de la ciudad; poder veranear en Torrevieja, Alicante, de la misma manera que hacían todos los ganadores del Un, dos, tres, responda otra vez que nos alegraba las noches vacías de lenteja y calma de los viernes, pero con güisqui cuatro estrellas; etecé, etecé ad nauseam).

Conocí a un trotamundos belga algo añoso, durante mi estancia en Perú. Trasegábamos cervezas y melancolías en un pequeño hostal de Pisac, en el valle Sagrado que tantas botas de montaña compradas en Decathlon hollan año tras año en busca del merecido descanso y de la desconcertante instántanea manipulada con Instagram que epatará a amigos, familiares y desconocidos una vez quede colgada en el muro de facebook (sí, los muros aún existen, no sólo en Palestina).
El caso es que el citado viajero había decidido emprender un largo periplo terráqueo en que pretendía recopilar hábitos, usanzas y folclores del ancho mundo, con el objetivo de salvaguardarlas del olvido y la ignominia. Recorría senderos en que las viejas costumbres se entremezclan con la agreste lucha por ganar el sustento, tomando fotografías y notas que esparcía entre las páginas sepia de un tullido cuaderno de notas. Según me dijo, fue en Senegal, país por el que disputaron las tropas de ese otro en que él había nacido, donde asumió lo que, como si de una revelación se tratase, él gustaba de llamar "mi misión en la Tierra". Allí, un anciano campesino, logró que la enfermedad provocada por el suave mordisco de muerte y letargo de un malévolo mosquito quedase tan sólo en mera anécdota. Pasó días, el belga, cortejando (muy a su pesar) la muertey el desvarío, y de nada le sirvió su reventón y profesional botiquín médico. Le valieron más los cuidados del anciano senegalés y sus familiares que, durante días, desatendieron incluso las necesarias labores de recolección agrícola que les proporcionaban réditos suficientes para seguir alimentando las numerosas bocas del clan.

Desde aquel entonces, ya digo, el curtido ciudadano belga se empeña en imitar al holandés vecino errante de las leyendas. Y lo hace bien, por lo que puede desprenderse del blog en que recopila distintos modos de vida que habitan en este mundo tan igual para todos los que no se atreven a pasear sus límites aunque, al fin, sean éstos sólo mentales.

Resulta, ahora, que al borde de este precipicio al que se asoman numerosos ciudadanos españoles, emerge el agreste abrazo salvífico del negro que antaño consideráramos sigiloso raptor de nuestros beneficios económicos. Quiero decir que, según anuncia la prensa, el gobierno de Senegal ha logrado, con un cuantioso aporte económico, que las labores de prevención del Instituto de Enfermedades Tropicales de las Islas Canarias sigan avanzando en su lucha contra las afecciones epidémicas que transmiten muchos dípteros.

Podríamos pensar que los senegaleses, al fin y al cabo, son maestros en el arte de la curación. Lo demuestran ahora con los ciudadanos españoles como lo demostraron con el anciano aventurero belga, ya ven. La diferencia es que en nuestro caso, el actual, los senegaleses, más que su sabiduría ancestral, aportan sus medios económicos. Claro, España, al fin y al cabo un país en quiebra, un hervidero de humanos apelmazados entre los semáforos y el suburbano, no puede atender las necesidades médicas de sus gobernados. Menos si estas se generan más allá de las fronteras del Planeta Sur. Los habitantes de las Islas Canarias, esa anomalía, aún viven más cerca de la promiscua jungla africana que del jardín de vidrio hortera y hormigón vicioso de las grandes metrópolis.

Lo importante, al fin, es que una buena porción de españoles ha sido socorrida en el tan cacareado rescate. Y no es un rescate financiero. No se trata de una salvaguarda de ahorros e hipotecas, sino de un madero flotante al que se ansían abrazarse muchos compatriotas a quienes el mordisco de la enfermedad comienza a herirles los bolsillos hasta el punto de no poder seguir con vida por falta de medios. El mismo madero a que se abrazaban los negros de la migración y el miedo, hasta hace poco, para arribar a nuestras costas de resort y pleno empleo.

Todavía hay muchos que hacen pública manifestación de una enfervorecida sensación de vergüenza: ¡negros africanos de países ignotos y salvajes vienen a rescatarnos! A estos sólo puedo decirles: esperen sentados ese otro rescate monetario y...¡que les aproveche! Yo, creo, con el poeta, que esto sólo es un acto de justicia poética y que, tras el rescate, vendrá La Danza de la Muerte y gritaremos

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Arena, caimán y miedo sobre Nueva York!

miércoles, 14 de agosto de 2013

monopolizar las esquinas

Invaden las redes sociales y demás mentideros de La Red, estos días, fanáticas algarabías religiosas ante la gira del nuevo Papa de la Iglesia Católica por países sudamericanos, imagino que a efectos de recolectar votos entre los menos avisados de las tropelías que comete tal institución. Ante la masiva avalancha de noticias al respecto, cualquiera diría que ese anciano de aspecto afable es el propio Mick Jagger sometido a un radical cambio de look...pero no de preferencias.

De todas estas noticias en que, lo lamento, no suelo profundizar, me llama la atención una a la que presto la atención debida. Resulta que la comitiva papal, a su paso por la ciudad de Río de Janeiro, ha debido enfrentar moral y aspecto con la denominada "marcha de las putas". No se alarmen, no quiere decir esto que las asalariadas de la carne hayan decidido hacer bandera de su condición de explotadas para lograr el perdón celestial, no. Lo que ocurre es que esta marcha, iniciada en la norteña ciudad de Toronto para enfrentar los comentarios en que un alta mandatario de la policía decidió recomendar a las mujeres no vestirse "como putas" para evitar acosos, violaciones, vejaciones varias, ha decidido acompañar al nuevo Pontífice en su tour brasilero. Más color, y coherencia, sí han añadido a la festiva festividad religiosa, para qué negarlo.

Me pregunto cómo habría sido si las verdaderas putas hubiesen decidido hacer la calle, con su muestrario de ínfimas minifaldas eléctricas junto al mandatario de costosa y discreta falda nívea. Pero sólo se trataba de hombres y mujeres que salían a la calle para reivindicar su libertad sexual, religiosa, moral...esas cosas, y que nunca más nadie les acuse de ejercer la prostitución por emplear las vestimentas que más acordes con su estado de ánimo consideren.

Recuerdo la revancha de baldosas y acústicas al paso de las prostitutas de Montera, la grieta breve de unos labios ajados cuajando letanías de precio y desinhibición a mi paso, la negra oscuridad de la mal llamada trata de blancas, la minifalda colegial de aquella colegial del este, el paseo indómito de los domingos aderezado por la impertinencia de semáforo de las muchas jóvenes que ofrecen su cuerpo a los viandantes que sólo andan en busca de nuevos utensilios con que rellenar el vacío de sus vidas, allí, en Montera o Tres Cruces, tan cerca de la gran Vía, tan a la vista de la multitud de las compras y el fin de semana marchito.

Madrid, en invierno, es un hervidero de paraguas mal diseñados. En verano, un abrevadero de sudores extraviados. Siempre, un desbarajuste de calles y personas, un semillero de procacidades y esquinas, un manantial de compraventas en que todo lo que deseemos porta una etiqueta con su precio. En el caso de las putas, al contrario de lo que ocurre en los grandes almacenes, este precio es negociable. Como lo es su carne de hastío y su beso de pintalabios desaseado. No marchan, las putas de Madrid, para defender sus derechos. Hace tiempo que tomaron consciencia de no tener derecho alguno. Yo paseaba y sonreía tratando de no incomodarlas con mi negativa. Como el Papa, supongo, sonríe a los infieles que claman su desapego doctrinal y su ansia de libertad. No así sus seguidores, como tampoco el mayor porcentaje de viandantes madrileños.

Madrid también fue visitado por el Papa (el anterior), hace un tiempo, y las putas madrileñas (que no son de Madrid, como no lo son los miles de madrileños que de tal se precian) hubieron de ver socavada en sombras la goriosa luminosidad de sus pieles maltratadas. Militantes del exceso, beatas del pecado, feligresas de la culpa, animan el jolgorio multicolor de la compra y el multicine con su sombra de culpa y deseo inconcluso, pero sufren el martirio de pretender ser ocultadas por aquellos que desean abolir el milagro que su piel de caricia y espanto proclama.

Cuentan que fue hace siglos, quizás demasiados, cuando un barbado aprendiz de profeta defendió de la pedrada del odio y el esputo de la hipocresía a una tal María, vecina del pueblo de Magdala. Hoy, las jóvenes huestes beatas del Papa de Roma, increpan y pretenden agredir a aquellas/os que deciden unirse a la Marcha de las Putas. Hoy, en Madrid, como en tantas ciudades, los feligreses de la decencia y lo políticamente correcto pretenden hurtar a sus hijos la poco militar visión de un ejército de sombras militantes del desahogo sexual. Son las putas, las de verdad, esas que incineran sus vidas al ritmo  de la insatisfacción de quien aún posee en el bolsillo un puñado de monedas. Monedas como piedras que, aún, a pesar de las evangélicas enseñanzas, muchos gustan de enarbolar antes de lanzarlas contra el objeto de su ira.

Afortunadamente quedan poetas prestos a cubrir con palabras como cálidos ropajes, la herida fresca que toda puta porta en su bolso de mano, junto a preservativos, lubricantes, tabaco y toallitas higiénicas. ¿No me creen? Acudan a la librería en busca de las Esquinas del gran Pepe Pereza.

miércoles, 31 de julio de 2013

ojalá...

Nos agasajan las cabezas pensantes de la televisión pública española, estos días, con tremebundas recomendaciones que más de uno, en vez de criticar, debería quizás tener en cuenta. 
Como muestra un botón: ante el acuciante problema del paro, la ausencia de horizonte laboral (según algunos lo laboral es vital, lo digo por si alguien no ha reparado en la gravedad de no poder ser empleado en ninguna cadena de producción de las muchas en que han convertido esta feria de vanidades que es la vida occidental), la carencia de ingresos, recomiendan los noticiarios públicos dedicarse al rezo y la oración (católicas, of course). Según la información a que hacemos referencia, el rezo como alivio de la ansiedad que pueda provocar el desempleo sostenido en el tiempo es recomendado por los más afamados psicólogos (¡ay!, si Otto Rank levantase la cabeza). No sé, afortunadamente no sufro tales ansiedades, pero tal vez no sea mala terapia la que dictan los informativos, ya digo.

Hace poco decidí emplear el breve tiempo que paso ante la pantalla en visionar un film canadiense de reciente estreno y afamada polémica, Inch'allah. Quizás atraido por ese ojalá mahometano, tan grato a mi oído, tal vez por las críticas con marcado cariz político que había despertado en ciertos sectores de la sociedad.

Aparte de controversias, pude disfrutar/sufrir una narración cinematográfica de rotunda y desgarradora honestidad, filmada con pulso firme a pesar de los terremotos emocionales que sus imágenes y silencios puedan llegar a causar. Una nueva historia situada en el eterno conflicto entre Palestina e Israel, un nuevo catálogo de las inmundicias a que pueden conducir los vericuetos del poder y el afán de superioridad que se aposenta en las rancias enseñanzas de antiguos dioses que nunca debieron haber visto la luz. Pero en esta ocasión pude acercarme a los rostros, sentir su respiración, observar el desarreglo de las líneas que mal escriben las vidas de demasiados inocentes y de no pocos culpables, sin perder por un momento la noción de que uno y otro concepto pueden ser perfectamente intercambiables. 

En la película, una de las protagonistas, palestina, asiste impotente al fallecimiento de su primer hijo por obra y gracia de las leyes de esa nueva selva en que florecen muros en vez de árboles, documentos en lugar de hojas silvestres. Lamento el spoiler (¿lo he escrito bien?) que sigue, pero sin él no tendría sentido esta entrada: la citada mujer decide acallar las voces de angustia que desgarran su latido haciéndose inmolar con el ánimo alevoso de llevarse por delante a todo aquel que pasea una de las más transitadas calles del Jerusalén en llamas alrededor del que giran las nefastas consecuencias de tanto odio soterrado. Hasta alcanzar ese anticlímax violento y desgarrado, la película nos ha regalado una galería de personajes cuyas más íntimas dudas podemos advertir y compartir, nos ha situado en el ojo del huracán de la ignominia y el desprecio, nos ha paseado por calles como campos enlatados y por interiores como madrigueras infames, y ha vapuleado nuestros sentimientos para lograr que seamos un poco más humanos.

Pienso que la joven suicida de la película no tuvo la fortuna de contemplar en televisión las recomendaciones de entregarse al rezo para calmar la angustia de un futuro sin horizonte, ni laboral ni vital. Aunque, tal vez, sí que asistió a otra de las noticias de alto valor informativo que nos regaló, hace unos días, la televisión pública española. Nos advertían, en esta ocasión, de los riesgos que encarnan las procaces actitudes de no pocas adolescentes que se entregan sin reparo alguno a la cuestionable moda de vestir ropas provocativas de esas que muestran mucho más de lo que ocultan. Afortunadamente, acompañaba la preventiva información la opinión de más de una sufriente madre que tiene que asistir a diario al vergonzoso espectáculo de contemplar a la sangre de su sangre convertida en poco más que una prostituta de extrarradio. El punto de vista humano, siempre ayuda a comprender las desgracias que asolan la Madre Tierra.

Decía en un inicio que no deberíamos menospreciar las recomendaciones del Ente Público. Tal vez la joven musulmana de Inch'allah sólo pretendía calmar la ansiedad que le provocaba apurar a sorbos amargos una vida sin horizonte, sin puesto de trabajo remunerado, entregándose al más puro de los rezos que puede conocer el humano: ése en que el feligrés entrega cuerpo y alma a su Dios. De paso, por el camino, se lleva a unas cuantas jóvenes de ésas que visten minifalda para lucir más vistosas. Basta una explosión para calmar la ansiedad y dejar vacantes un puñado de puestos de trabajo...los de aquellos que, a causa de la deflagración, ya no llegarán a la oficina al día siguiente.

Si se encuentran en paro y les hieren las noticias televisivas, les recomiendo pasar por el cine a ver Inch'allah. No calmará su angustia, pero tal vez, después, decidan dedicar un par de horas al rezo, y reencuentren la calma en la seguridad de que un Dios, allá arriba, cuida de ustedes. ¡Ojalá!

domingo, 14 de julio de 2013

bienaventurados los viciosos

Vengo del abandono vegetal del Trópico, de la desbandada de guacamayos ensuciando de color la noche de la jungla, de charlas como paseos en compañía de tu propia sombra, cuando ésta, más que oscuridad, es alergia de luz. Vengo, por resumir, del Paraíso. Y no hay serpientes parlantes ni manzanas de doble filo a la luz de los farolillos que agasajan la palabra y la camaradería inauguradas por la espuma de unas cervezas que no pagan más impuesto que el de la ebriedad bien entendida y mejor compartida. En el Trópico, ya digo, compartir un trago es alargar el momento del diálogo y la cercanía.Y regresar al catre es intentar anular el recuerdo de aquellas noches incendiadas en nicotina y alta gradación alcohólica de una juventud que ya apenas creo haber vivido.

Pero la memoria juega al escondite y se aparece, de tanto en tanto, como queriéndonos advertir que nunca fuimos tan presentables y dignos de confianza como aparentamos a día de hoy. Es entonces que me atropellan recuerdos de noches gastadas al ritmo de rock de garrafón y tabaco intoxicado en THC, alboradas como revoluciones de la nada en que escondíamos nuestros más vivos deseos, cuando la ebriedad y la ausencia de horizonte tiznaban de melancolía los placeres y los días.

"¡Vicioso!", te decían tus padres, cuando el vínculo fraterno se deshilvanaba en las frases inconexas con que intentabas animar la humilde cena familiar, regresado del tráfago de alcohol adulterado, revestido por un aura de nicotina festiva y torpeza de fin de semana.

Y "una cosa es libertad, pero otra bien distinta es libertinaje, así va el país", escuchabas mascullar a tu progenitor, indignado ante tu aspecto de mendigo de centro comercial dos en uno. Él trabajaba duro para poder proveerte educación y alimento, y tú malgastabas el frágil vidrio de su sudor entre nubes de alquitrán y monóxido de carbono, sumergías sus esfuerzos en mareas de Johnnie Walker más fraudulento que tus sueños de un futuro prolijo en felicidades y experiencias.

Regreso del paraíso y leo (prensa cibernética) que en mi tierra de origen han vuelto, los lúgubres teleñecos del mercado, a subir los impuestos al alcohol y el tabaco, una vez más, amparados en su contradictorio socialismo de todo a 1€, ése que les obliga a cuidar de la salud y el porvenir de sus votantes con más encono quizás que el bolsillo de sus propietarios. Y es que el vicio siempre hiere, tanto al organismo humano como al sistema, parece. Los mismos gobernantes del miedo y el tedio oficinista juegan a mermar, por otra parte, la delicada salud de aquellos que les auparon a la grupa insaciable y bailarina del más vicioso de los poderes, y privatizan hospitales, deniegan auxilio médico, tarifican a precio de Givenchy las medicinas y las intervenciones quirúrgicas, ponen cerco a la puerta que intitula como URGENCIAS los desastres a que da la bienvenida.

Mi padre, así me lo dice (conexión cibernética), añora mi vicioso retorno. Tal vez, y eso no me lo dice, para que adquiera vino del caro y, de esta forma, además de celebrar el reencuentro, pueda yo aportar mayor porción de impuestos con que poder cubrir el agujero del gasto médico. Tal vez los tributos que el Estado me intervenga por obra y gracia de mi desmedida ingesta de alcohol y tabaco puedan facilitar que el sistema abone las medicinas que mi padre ya no puede pagar. Tal vez, con mis vicios, pueda él seguir malviviendo un par de años más.

Y yo viniendo del paraíso, donde los vicios son de contrabando. Allá (no todo es perfecto) creen en Dios y en Jesucristo. Yo creo en el Estado, que vela por nosotros con igual celo que el mesías cristiano.

¡Amén!