miércoles, 21 de noviembre de 2012

ruta salvaje

Llega a mis oídos algo que numerosas parejas de holgada hipoteca y liberador colegio de pago (liberador para ellos, no para los escolares) ya están celebrando con alborozo: la reciente publicación de una serie de Guías de Viaje pensadas para que las visitas que realicen a capitales extranjeras, en compañía de toda la familia, no se conviertan en un suplicio. O sea, que las susodichas guías están enfocadas a los que viajan con niños. Para que estos se diviertan y también sus progenitores. Guías de Viaje en Familia han decidido, con sobrecogedora imaginación, denominarlas.

A nadie se le escapa, en esta sociedad del consumo y la ignominia, que muchos matrimonios ven sus períodos vacacionales constreñidos al hotel de playa peninsular dotado de piscina, campo de juego y animación alienante que permita que sus retoños permanezcan "entretenidos". Claro, hablamos de quien entiende el viaje como un entretenimiento y considera a sus vástagos (independientemente de la edad que estos alcancen) carentes de la tan humana capacidad de discernir. Al fin y al cabo a nadie le escapa el carácter decididamente salvaje que pueden adoptar ciertos infantes al no ver satisfechas sus demandas de golosinas, juegos, smartphones, iPads, dinero...

Fue en Corea del Sur, hace algunos años, que pude constatar algo que durante mis diversos viajes a lo largo de los años se había convertido en insidiosa sospecha: son gran número de nacionales franceses, belgas, alemanes, finlandeses, estadounidenses (evidente: en Estados Unidos caben innumerables países), etc. los que no sepultan su espíritu viajero, su afán por caminar nuevas tierras, bajo la sepulcral losa de la paternidad supuestamente responsable. Españoles o sureños en este plan no, lo lamento, no he visto

Durante el transcurso de los 25 días que empleé en atisbar la cultura, costumbres y parajes surcoreanos, tuve la fortuna de no tener que enfrentar la mirada a los atropellados y vociferantes espectáculos públicos que mis compatriotas gustan de representar cuando hacen turismo fuera de las fronteras patrias. Tampoco crucé mis pasos con los de ningún europeo, norteamericano u angloparlante, en general. Salvo en Gyeongju, la mirífica capital del antiguo Reino de Silla. Me encontraba allí alojado en el hanok de una amable familia, cuando el más anciano integrante de la misma me solicitó permiso para alojar en la habitación contigua a una "encantadora familia francesa" (estas fueron sus palabras). Es imposible plantear una negativa al solícito y amable carácter surcoreano, por lo que respondí que "sí, por supuesto".

Resultó que la "encantadora familia francesa" se componía de 5 miembros: joven madre, joven padre, jovencísimos hijos gemelos y can de indefinida edad. Según me comentaron viajaban por el mundo desde el año siguiente a aquel en que la mujer diese a luz a sus dos gemelos. Era su pretensión máxima lograr que los pequeños comprendiesen, una vez crecidos, el mundo que les rodeaba. Y nada mejor para esto que desgastarles la costumbre desde la más tierna infancia, emprendiendo con ellos el sinnúmero de viajes que ya tenía la pareja en mente antes del feliz alumbramiento.

Viajaba, la joven familia, de manera muy similar a la mía: mochila al hombro y sin guía de viaje. Lógicamente sus mochilas eran de mayor capacidad que la que yo portaba. Al calor de una agradable charla, compartiendo un delicioso té de bambú, pude comprobar, no obstante, que los trotamundos franceses añoraban la existencia de algún tipo de guía de viaje orientada a quienes se hacen acompañar, durante la excursión y el peregrinaje, por sus fieles mascotas.

He olvidado premeditadamente hacer intensiva mención al dócil perro (no me pregunten por su raza, ya demasiado difícil me resulta ubicar en alguna de éstas aciagas fronteras fisiológicas a los propios humanos) que acompañaba a la familia y que, según me confesaron era difícil fuese admitido en los establecimientos hoteleros de la península surcoreana.

Supongo que los imaginativos editores que han entregado a imprenta numerosos manuales de uso de capitales europeas orientados a conseguir que los responsables papás puedan entretener el exótico periplo a sus pequeños, han olvidado premeditadamente que las mascotas también pueden acompañar a sus dueños en los vagabundeos que estos decidan emprender por el globo. Aunque, bien pensado, dudo que a los publicistas del entretenimiento se les escape tal detalle, de seguro preparen las Guías de Viaje en Familia (y mascota) para sucesivas ediciones ampliadas.

Ellos también tienen derecho a emprender ruta en vez de quedar recluidos en hoteles caninos y otros establecimientos de esparcimiento animal del estilo. O peor aún, en casa del vecino donde, bien es cierto, pueden volverse realmente salvajes.

Deberían restituir a las mascotas el derecho al "entretenimiento". No va a ser todo, para tan solícitos animales, pensar en el bienestar de sus "propietarios", digo yo.

lunes, 12 de noviembre de 2012

el crepúsculo de los superhéroes

Andaron revueltos, hace no mucho, los diversos canales de "la red" dedicados a proporcionar a su público videos e imágenes, con la hazaña realizada por un deportista que decidió romper la barrera del sonido al saltar en caída libre desde 39.045 metros de altitud. Una gesta estratosférica, o sea.

Disculpen que no recuerde el nombre del citado hombre-pájaro, es austríaco, y cada vez me resulta más complejo retener palabras con excesivas consonantes. Aunque también de nacionalidad austríaca era otro deportista cuyo nombre si recuerdo: Heinrich Harrer. Tal vez sea por el hecho de que la proeza de éste fue más silenciosa, pausada, longeva y no fue registrada por las cámaras HD de media humanidad, no sé, o tal vez por tratarse tan sólo de una excursión que le llevó a coronar las numerosas cumbres nevadas que suponen ardua barrera a quienes desean acceder al Tíbet, lugar mucho más seductor para quien esto escribe que ese espacio etéreo denominado estratosfera.

Harrer decidió dejar testimonio escrito de sus andanzas tibetanas, que se desarrollaron a lo largo de siete longevos años en que el joven alpinista tuvo la ocasión de habitar en la entonces Ciudad Prohibida de Lhasa como invitado de honor y maestro particular del Dalai Lama, líder espiritual de los tibetanos. En Siete Años en el Tíbet, el voluminoso volumen que el austríaco dejó escrito, podemos recorrer en sosegada lectura una trepidante y convulsa época histórica en que finalizó la Segunda Guerra Mundial, surgió el Comunismo Chino y el mundo tuvo conocimiento de que otras profesiones de fe distintas de las monoteístas eran igualmente válidas para aquellos para quienes la vida ha de tener un sentido último más allá de vivirla.

Harrer fue, ya digo, testigo privilegiado de suculentos episodios históricos, a la par que protagonista desinteresado de los mismos. Su influencia en los ancestrales modos de vida del Dalai Lama pudo conseguir que a día de hoy la figura espiritual de tan alto mandatario de la fe budista sea mundialmente valorada y que sus maneras, sin alejarse de las atávicas disciplinas espirituales de sus antecesores, se hayan convertido a día de hoy en una suerte de vintage way of life (si es que algún sentido tiene eso). Hoy podemos observar la grácil sonrisa del Dalai tras las monturas de titanio de sus gafas graduadas, y el etéreo saludo de su majestuosa mano anudado al brillo inocuo de un reloj de diseño suizo.

Después, con la sibilina intención de desmontar la fama alcanzada por su libro, fue el alpinista austríaco vilipendiado por su pasado nazi, a la sombra herrumbrosa de un Reich que pretendía alcanzar distintas cimas que las que él pudo explorar. Como con Céline, ese otro poeta, aunque de la misma manera se le ha proporcionado a aquél una jugosa cuota de fama inesperada.

El deportista compatriota del alpinista, ese de nombre impronunciable que ha saltado desde un ingenio aeronaútico, cegado por el vértigo y por los focos de miles de cámaras, dudo que haya pertenecido en su tierna juventud a algún grupúsculo admirador de Hitler. O, de haberlo hecho, casi seguro que jamás alcanzaremos a saberlo. Su gesta ha sido fulgurante, veloz, trepidante, carente de la pausa y sosiego tibetanos, extirpada de toda glosa más allá del número de caracteres con que los grandes rotativos obligan a sus asalariados a garabatear sus crónicas periodísticas. Sí, cierto, queda la imagen, pero a Harrer ya le dedicaron un filme de larga duración, protagonizado además por una de las más relumbrantes estrellas hollywoodienses. La caída libre del hombre-pájaro no va mucho más allá de los 4 minutos.

No cabe la menor duda: vivimos tiempos vertiginosos y los superhéroes se disfrazan con llamativos colores o con tecnológicos trajes de astronauta. Sus hazañas son impactantes, en lo visual y lo grandilocuente, pero temo que su clausura alcance la misma espectacularidad dramática y nos hayamos dejado por el camino el dulce aroma de la pausa y la trascendencia. Ya lo decía mi abuelo, y soy yo respetuoso con la sabiduría de los mayores (como los tibetanos): quien mucho corre pronto para.