lunes, 9 de abril de 2012

el tiempo vuela

Asistimos, a la hora del almuerzo y la "información", desde el salón de nuestras casas, a un aéreo desfile de pasajeros en tránsito hacia nuevos destinos, desconocidos parajes que les hagan olvidar por unas horas la realidad muy otra de sus vidas de horario y desasosiego.
Aviones que despegan. Aviones que aterrizan.
Y entre la turba de aerodinámicos rugidos en tráfago de motores y avituallamiento de maletas, pasean los pasajeros buscando matar el tiempo que les resta antes de entrar en el estómago aséptico y durmiente de la aeronave que les conducirá lejos de sus hogares. Viaja, el que puede permitírselo, con la lúcida intención de crear etéreo domicilio en otras geografías más amables, menos contaminadas por la cenefa grotesca de lo cotidiano.

Es así que el viaje, el movimiento que desplazará los cuerpos de los viajeros, desde su ciudad, a esa otra nueva que sueñan les espera con los brazos abiertos, se limita al espacio aséptico del aeropuerto y, después, ya en los cielos, al no menos aséptico cubículo móvil del aeroplano. Toda la experiencia que podrá acumular el expedicionario se limita a la iluminación fraudulenta de pasillos interminables, en el aeropuerto, o a la atmósfera apócrifa de la metálica cabina de pasajeros, en el avión. Quizás el hallazgo de un costoso perfume a precio de saldo, en el duty free, o la alta gradación alcohólica de un caro licor servido tras la comida, en el vuelo, sean las mayores aventuras que pueda hoy vivir un ciudadano en tránsito.

Mientras deambulan por la terminal,  cuando toman asiento en la zona wi-fi, o ya en el útero metálico de la aeronave, sorprendemos a los viajeros inmersos en silenciosos soliloquios interiores, como ajenos a toda señal de vida que les rodee. Ayudan, a esta introvertida individualidad, los mil y un artefactos de que hoy disponemos para ponernos en contacto con el mundo. Me refiero a las "tabletas", smartphones y demás ingenios. Porque...¿quién desea perder el tiempo departiendo con otro viajero en tránsito si tiene al alcance de su mano el mundo todo, en la pantalla más o menos luminosa de un mecanismo portátil?

Me relatan estos días, con todo lujo de detalle, la epopeya que vivió mi abuelo, a lomos de un borriquillo, mientras atravesaba agrestes caminos con la intención de reunirse, ya en la ciudad, con su familia. Eran tiempos de confrontación nacional, lúgubres días de pasear el miedo por los pedregosos senderos de una tierra hostil en siembras y en libertades. Años de guerra, pesarosos calendarios de hambre y miedo.
Tuvo la mala fortuna, mi abuelo, de verse detenido por un comando de guerrilleros que le aliviaron la fuga acercándole en militar furgón a su destino soñado. No soñaba, claro, el abuelo, que sería internado por desconocidos motivos (no eran precisos los mismos para imponer leyes no escritas) en la cárcel provincial de la ciudad donde la familia ansiaba su pronta aparición.

Peripecia fue el viaje y peripecias trufaron los días que sobrevivió mi abuelo, al calor del hacinamiento y la carencia de bocado, hasta poder poner pie en la calle y acercarse a aquella calleja oscura en que la famélica familia aguardaba su regreso. Todo el perfume que portó su piel ajada fue el de la mugre y la indecencia. El único licor que degustó su requemada garganta fue el de la sed y la queja reprimida.
Afortunadamente, dada su vocacional locuacidad, entabló el abuelo conversación y trato con todo el que le rodeaba, fuese éste compañero de infortunio o carcelero a sueldo del enemigo. Y digo afortunadamente porque fue su ánimo comunicativo el que, a la postre, le facilitó la salida de prisión al haberle tomado aprecio uno de los militares encargados de mantener el orden en las celdas de aquella vetusta cárcel. Fue este militar bondadoso del que desconocemos nombre y paradero el que sorteó las trabas burocráticas que separaban a mi abuelo del abrazo familiar.

Afortunadamente corren tiempos de alegría en los aeropuertos, y no se ven los viajeros obligados a sufrir calamitosos viajes, más allá de la fobia que puedan tener al hecho de despegar del suelo y surcar los cielos dentro de un aparato cuyo funcionamiento no comprenden. Pero no estaría de más que, amén de proveerse de chucherías en el duty-free y de licores durante el vuelo, intentasen entablar conversación con cualesquiera de los otros viajeros. Nunca se sabe si el avión que los desplace tendrá que aterrizar en una ciudad no prevista. Por razones meteorológicas, un suponer. En tal caso quizás encuentren ayuda en ese otro pasajero con que han entablado conversación horas antes. Al menos encontrarían compañía y eso es mucho en estos tiempos que, más que correr, vuelan.

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