lunes, 26 de marzo de 2012

ligeramente desenfocado

inspirado por las memorias de Robert Capa, de título homónimo

Me preguntan muchos de los que dudan entre adquirir o no un ejemplar de mi novela, Los Cuadernos del Hafa, acerca de la temática. Resumen su incertidumbre con una breve y certera cuestión: ¿de qué va?

Semejante pregunta se repite (con leves variaciones) en cada una de las ocasiones en que glosamos nuestra sincera opinión sobre la calidad de cualquier obra creativa, sea esta una novela, una película, una representación teatral o incluso el último larga duración de un grupo de rock. Recuerdo antaño, cuando mis gustos artísticos comenzaban a tomar entidad propia, cómo acudía sin dudas a los productos recomendados por amigos, conocidos, compañeros. Me bastaba saber que habían disfrutado, sufrido, llorado, reído durante el estreno de una nueva película, para acudir a la sala de cine por ver si conseguía tal obra reproducir en mí dichas sensaciones. Me bastaba saber si era buena o mala dicha obra cinematográfica para pasar por taquilla. Conocer el género era cuestión baladí. Tanto daba si se trataba de una comedia costumbrista, un western o una película "de época". Lo importante era la calidad, las sensaciones que en mí provocase. De igual manera en el caso de los libros.

Siempre que he decidido realizar uno de mis viajes, he tomado tal decisión en base a sensaciones, impulsos o corazonadas. Comprendo que, aquellos que invierten su capital en lujosos cruceros, paradisíacas playas acotadas por el "todo incluido", estancias hoteleras al servicio del solícito servicio de habitaciones, pretenden así asegurarse la satisfacción, después de haber preguntado, una y otra vez, ¿de qué va el viaje? Pero nos engañamos al afirmar que tal sea el motivo último del viaje. No, viajamos para vivir experiencias, para recopilar sensaciones y, más que la seguridad, nos mueve al movimiento un aciago afán de añadir a nuestra vida momentos fugaces como estrellas, vívidos fotogramas de emoción, breves punzadas de alborozo. Y esto es así porque, por más que nos aseguren la felicidad eterna, somos conscientes, al salir de casa, de que todo viaje es una aventura cuyas vísceras tendremos que seleccionar y estudiar nosotros mismos. Conocemos de antemano el inicio y, ¡ay!, el final. Todo viaje finaliza con el inevitable retorno al hogareño y cotidiano calor de lo habitual. Y no por ello dejamos de viajar. No por conocer el final de esa película evitamos disfrutar de su visionado. No por saber cómo finaliza esa novela evitamos enfrentarnos a su festival de renglones y experiencias.

Como un fotograma de evanescente desenfoque, nos atrae el viaje más por lo desenfocado, lo no conocido, que por aquello que la óptica feroz de lo cierto puede asegurarnos. Como la vida, que a pesar de estar ligeramente desenfocada y tener un final cierto decidimos apurar al máximo. ¿O acaso renunciaríamos a la reyerta turbia de nuestra existencia si conociésemos de antemano todos sus pormenores? ¿Decidiríamos abandonar nuestra biografía en la maltrecha cuneta de la Historia si nos aseguraran que ésta será reflejo de cualquier comedia de enredo o repetición involuntaria de la desazón milimétrica que provoca un drama carcelario? Creo que no. A pesar de todo optaríamos por apurar la vida. Y eso que en este caso, sí, conocemos el final seguro. Pero es la propia vida, creo, película o novela de la que preferimos ignorar el tema, de la que no preguntamos ¿de qué va?

Cuando el amigo se ha dejado convencer por tus recomendaciones a la hora de enfrentarse a una obra literaria, por ejemplo, llega la siguiente cuestión: "no me cuentes el final". Me pregunto qué más da, si lo importante es el viaje. 

Leámos, acudamos al cine, emprendámos nuevos viajes, entremos vírgenes de noticia en la sala oscura de la vida. En breve se encenderá el proyector. Disfrutemos el viaje, sin pensar en el final. Ya sabemos cómo termina.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

soy todo oídos...