sábado, 17 de marzo de 2012

amando al extraterrrestre

Desde que, en la más tierna infancia, al atardecer de los juegos y las batallas impostadas en el descampado aledaño a mi vecindario, creyese haber visto, en compañía de mis compañeros, un platillo volante, pensé que no había tenido nuevo contacto con lo extraterrestre.
Cierto, no me avergonzaré de proclamar algo muy común en aquellos años de mi niñez. Eran tiempos en que la televisión atosigaba nuestras tiernas neuronas con teleseries norteamericanas en que los humanos tenían contacto con criaturas llegadas de otra galaxia, como lo hacen hoy con seres venidos del extraradio de la sociedad para ocupar su nicho de popularidad infame. Así, nuestras impresionables fantasías guerreaban por suponer reales aquellas historias de hombrecillos verdes y, en la neblina mágica del crepúsculo, adivinaban metálicas plataformas volátiles suspendidas a pocos metros del suelo, a punto de incendiar las higueras que ejercían las veces de frontera entre el mundo conocido y el prohibido. Al poco, sigilosos entes ataviados de indescifrables ropajes, acariciaban, con sus brazos como garrotes, la brisa fresca de la noche venidera que se enredaba entre las ramas de los frutales.

Todo tiene su explicación. Hoy comprendo que las luces voladoras no pasarían de ser las del despertar de neón de la ciudad lejana, y los individuos que paseaban la plantación de chumberas, imagino, eran los labriegos que aprovechaban la temperatura amable del atardecer para ejercer la recolección del dulce fruto.
Asistíamos, ya digo, a tales avistamientos alienígenas, con el temor acariciándonos los párpados y recomponiéndonos la piel. Así mantenían nuestros padres cercadas las infantiles ansias de aventura, y permanecíamos quietos, atenazados por el temor, más cerca del hogar que de aquel exterior en que nuestros progenitores nos prohibían internarnos. Teníamos miedo al extraterrestre, a lo que viene de fuera, a lo extraño, lo alienígena.

Hoy, mordisqueados ya los retazos de nuestra infancia por la agreste dentadura del tiempo, sonreímos al recordar tales encuentros en la tercera fase. Encendemos la televisión, cómodamente sentados en el sofá, sin necesidad de apretar más botón que el que señala ON en el mando a distancia. Cambiamos de canal del mismo modo y, descubriendo que hay al menos 50 disponibles, paseamos nuestra indolencia por entre gran parte de los mismos, ensimismados, ausentes, alienados.
Finalmente, tras haber abandonado la esperanza de hallar en el televisor alguna información digna de ser contemplada, definitivamente detenidos en uno de esos programas en que se enseña a los humanos diversas y divertidas artes como las de la decoración, la cocina, la educación de los vástagos, las buenas relaciones de pareja o incluso la escalada de grandes cordilleras, ausentamos nuestro discurrir mental y acariciamos la porción de tela que nuestra posición en el sofá deja libre del peso de nuestro cuerpo. Nada más. Tumbados, con la mirada perdida y lejana como la de aquellos extraterrestres de nuestra infancia.

Es entonces cuando unos monótonos y estridentes ritmos de verbena atronan desde el receptor desmadejándonos el ensueño. Retornamos entonces la mirada a la pantalla y sorprendemos, danzando en su interior, a unos seres de enjuta y consumida morfología, coloreada la piel cetrina en chillonas ráfagas de fluorescencias imposibles, avanzando hacia el foco de la cámara con firme contoneo, casi militar, para, una vez ocupada la totalidad del visor con su mirada ausente, dar media vuelta y desvelarnos las gasas eléctricas y volubles en que se enreda su famélica anatomía. Rostros pintarrajeados como por un empleado de pompas fúnebres epiléptico. Vestiduras decoloradas de tijeretazos que, en su irregularidad, muestran más que ocultan. Son los dueños de las pasarelas, los visionarios modistos que nos acercan lo extraterrestre para que lo incorporemos a nuestra vida y desechemos así, definitivamente, de nuestras vidas el temor reverencial hacia lo alienígena.

Cuando niño, ya digo, temíamos lo extraterrestre. Pero también nos invitaba al sueño esa lejanía desde que nos visitaban, de tanto en tanto, los seres de otro planeta. Podríamos llamarlo magia.
Hoy, lo extraterrestre invade nuestras vidas, lo amamos y anhelamos. Y es bueno, sí. Sólo que quizás lo esté haciendo demasiado deprisa y, de esta forma tal vez dejemos un día de comprender por qué un aldeano sigue calzando alpargatas, y éstas nos parezcan pezuñas propias de un ser de otra galaxia. El labriego que recorría en el atardecer los campos de higueras de mi infancia, al fin, va a resultar un verdadero extraterrestre.

Ya lo avanzó David Bowie, ese glorioso marciano: "living the strangest things, loving the Alien".

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